Capítulo 43

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Alessa

Era el último día de exámenes. Estaba sentada tras Wells, una chica que olía a vómito. No era amiga de Smith, ni tampoco era delgada. Pero apestaba a vómito. Me tapé la nariz mientras marcaba algunas respuestas del examen. Atisbé a mi lado un movimiento, era Smith. Leí en sus labios que quería alguna respuesta, le dije cualquiera. Ya no tenía sentido pensar de más.

La campana sonó y nuestros exámenes fueron arrebatados de nuestras manos. Salí del salón directo hacia mi habitación. Faltaba una semana, pero una semana era una semana, no un semestre. Fue solo que, al entrar, tres monjas estaban rodeando mi cama, indicándole a dos de las guardias que revisaran mis cosas que no yacían en el piso.

—Señorita O'Briend —escuché tras de mí.

Me volví. La monja superiora me tomó del brazo y me llevó al medio de las demás monjas que me miraron enfadadas. Una de ellas tenía el móvil de Kelly, una bolsa de cajetillas de cigarrillos, más la caja que acababan de encontrar, que al abrirla la hierba saltó cayendo al piso.

—¿Qué significa esto, señorita O'Briend? —dijo la monja superiora con sus espesas cejas fruncidas.

—¡Y eso! —agregó otra de las monjas señalando el enorme consolador morado que la otra guardia sacó de entre mi ropa interior.

—Eso no es mío —dije. Miré en dirección a Kelly. Se encontraba en una esquina simulando sorpresa—. Nada de esto es mío.

—¡¿No es suyo?! —dijo otra monja—. ¡Estamos aquí viéndolo, señorita O'Briend!

—Pero eso no es mío... eso es... —intenté soltarme del agarre.

—¡A la dirección, señorita O'Briend! —dijo la monja superiora.

—¡No es mío! ¡No es mío!

Fue inútil. Terminé en la dirección esperando a que la monja superiora terminara de hablar con las demás que habían visto todas las cosas de Kelly aparecer en mis muebles. Cerré los ojos. Esto no podía estar pasando. Estaba a una semana de ser libre de todo esto y ahora me encontraba sentada ante la corte del infierno.

La monja superiora entró después de una eternidad. Se plantó frente a mí y dijo muchas cosas que terminaban en «usted ha sido una decepción», «la peor alumna en la historia de Dunloe» y «será desalojada inmediatamente». Pensé sobre eso el tiempo en que regresé a la habitación. Ordené mis cosas, me presenté a la bodega para la devolución de mis pertenencias; siempre acompañada por una de las guardias, y me di cuenta de que la monja superiora jamás había mencionado la palabra expulsión.

Entorné los ojos al ver la puerta principal abrirse frente a mí. El frio del otoño me golpeó la cara. La guardia me guio hasta la puerta y me sacaron, dejándome fuera junto a mis maletas sabiendo que no podría irme mientras no venía nadie a por mí. Retrocedieron, las vi entrar y cerrar la puerta.

El guardaespaldas en jefe corrió hacia mí después de estacionarse frente a la verja de acceso. Se quitó su abrigo y me enfundó con él en el proceso. Tomó mis maletas para llevarlas hasta el maletero. Subí al auto y me despedí de Dunloe.

Había pasado diez minutos de camino cuando el guardaespaldas en jefe recibió una llamada que me hizo corresponder. Era mi madre.

—¡Una semana! ¡Solo tenías que aguantar una semana más, niña! —alejé el móvil de mi oreja—. ¡No puedo creerlo!... ¡Bueno, sí que lo creo! ¡¿Y sabes por qué?! ¡Porque eres una niña mimada, incompetente y malcriada! ¡Tienes que regresar y disculparte!

—No voy a regresar a Dunloe —tomé una respiración y parpadeé para que mis lagrimas no salieran.

—¡Como no regreses a Dunloe para disculparte y graduarte, te encerraré en un hospital de rehabilitación!

Y cortó la llamada. Luego, sonó de nuevo el móvil y el guardaespaldas giró en U en la carretera.

Me bajé del auto al estar frente a la reja de Dunloe. Tomé una respiración y caminé hasta la puerta para llamar. Pensé en muchas cosas en ese instante. En cómo de mal me iba en los colegios, en que jamás me esforzaba lo suficiente, en que ya me había despedido de Dunloe, y que ahora había regresado para dramatizar un acto de arrepentimiento del que no debería ser yo la protagonista.

Fruncí el entrecejo. Me ajusté el abrigo, tenía las manos heladas. Volví a llamar a la puerta con más energía. Nadie salió. Por lo que llamé más fuerte.

—¿Qué sucede? ¿Qué hace aquí? —me miró la monja con una mueca.

Me volví para mirarla a los ojos.

—¡Púdrase!

La monja abrió los ojos como platos y abrió la boca para hablar, pero no la dejé.

—¡Púdrase usted, las demás monjas, la monja superiora y toda Dunloe! —estaba gritando como desquiciada. Alumnas y más monjas llegaron cerca de la puerta—. ¡Jamás me disculparé por algo que no hice! ¡Estaba harta de estar aquí, con todo ese escenario del siglo trece! ¡Púdrase! ¡Jamás volvería a poner un pie allí dentro! ¡Jódanse todos!

Me volví y caminé apresurada hacia el auto sabiendo que si me tardaba seguro me lanzarían una maldición. Me detuve a medio camino. Me giré y les mostré mis dedos corazón a todos, y a Dunloe en especial. Me volví y seguí mi camino hasta el auto.  

ENTRE NUBESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora