Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña. Como veía que resistía, quiso llamar a otro, pero, ¿por qué? No existía una razón como tal, solo quería compartir la felicidad con sus amigos y hasta con los desconocidos, aunque, por alguna extraña razón, ninguno de ellos contestó el teléfono. Solo escuchó el silencio y una respiración pausada. Alguien estaba detrás de las llamadas, pero no quiso responder. Se mantuvo sordo y mudo. A pesar de eso, el elefante no se rindió y volvió a llamarlos a todos, reacio a estar solo en la tela de la araña. Desgraciadamente, el silencio regresó, pero, esta vez, no por mucho rato, porque esa persona respondió y el elefante dejó de balancearse.
—Tu ignorancia te condenó —dijo una voz profunda e irreconocible, aunque la interferencia de la llamada casi hizo que no se entendiera.
El elefante quedó estático sobre la tela de la araña, no supo cómo responder a eso. ¿Ignorancia? A que se refería, no podía saberlo, no en ese momento. La llamada se cortó con un pitido incesante que aturdió al elefante. Eso lo hizo soltar el teléfono, que cayó lejos de su alcance y se rompió en pedazos. No estaba muy alto, pero tampoco muy bajo, y aun así fue suficiente para que se rompiera.
El elefante estaba solo sobre la tela de una araña y lo único que podía hacer es ver como la misma resistía su peso. Anhelaba que sus amigos estuvieran con él para que se divirtieran juntos, pero ya no tenía forma de comunicarse, aunque tampoco sabía si estaban bien, y fue recién en ese momento que empezó a preocuparse por ellos; ninguno contestó sus llamadas y, en cambio, contestó alguien que desconocía y le había dado una advertencia macabra. ¿Cómo debía interpretar todo eso? No estaba seguro, su mente no estaba clara y ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraba. Por lo menos, no exactamente.
Sabía que estaba sobre la tela de una araña, pero no pudo ver más allá de ella y apenas se dio cuenta de eso. No podía ver nada más, solo la telaraña. ¿En serio estaba sobre ella? Le sonaba muy extraño que aguantara el peso de un elefante. ¿Él es un elefante? No puede saberlo con certeza porque no puede verse, pero debía serlo, sentía que debería serlo y a la vez no. ¿Dónde estaba la araña? Tampoco la vio.
De repente, la tela de la araña se hizo más grande, ¿o ya era así de enorme? ¿Por qué apenas notaba ese detalle? ¿Qué más estaba ignorando? ¿Qué más no podía ver? ¿Por qué todo estaba oscuro a excepción de la tela de la araña? ¡¿Dónde estaba la araña?! Esa pregunta se hizo más importante de un momento a otro. De la nada, la existencia de tal criatura se volvió aterradora para el elefante; la telaraña era más grande que él. ¿Cómo sería la araña que la tejió?
El temor lo agobiaba, ya no era divertido balancearse sobre la tela de una araña, aunque había dejado de balancearse hace mucho tiempo. Tiempo... ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Cuándo fue que se subió? ¿Cuándo empezó a ignorar el peligro? ¿Cuándo dejó de ver? ¿Por qué debía sufrir esto? ¿Cuál fue su pecado? ¿Por qué hay tantas preguntas y ni una sola respuesta?
La alarma del teléfono rompió el silencio y la telaraña empezó a vibrar. A un lado del elefante, encima de la tela, había un teléfono de línea que no estaba conectado a nada, pero sonaba sin parar y con fuerza. Ya no quería tomarlo, ya no quería estar ahí, ya no quería que sus amigos fueran, ya no quería ser el elefante sobre la telaraña. Y a pesar de todo eso... atendió la llamada.
—Dime, ¿quién eres y qué hiciste?
Esa voz profunda e irreconocible volvió a sonar, pero ahora lo iluminó con otra pregunta... y, extrañamente, conocía la respuesta, solo que la misma lo aterraba.
—Yo soy la araña —respondió el elefante.
La telaraña resonó con el temblor, como una leve nota de guitarra desafinada. A su lado, un capullo enorme se inflaba y desinflaba. Estaba vivo, pero condenado. Otro apareció a su costado, junto a otro y otro. Rodeado de ellos, soltó una lágrima mientras sus manos temblaban, aunque ya no las sentía. Ahora podía verse: una araña gigante y peluda con afilados colmillos.
El teléfono estaba sobre la telaraña y la voz del otro lado volvió a hablar:
—¿Y qué fue lo que hiciste?
Fue clara y contundente, pero aún era profunda. Los capullos, que respiraban, se abrieron con lentitud. Los hilos se rompían uno en uno hasta que del interior comenzaron a asomarse los esqueletos y cuerpos vacíos de sus amigos. Ellos voltearon a verlo, con las cuencas de los ojos en negro, y lo señalaron.
—Yo los traje aquí... fue mi culpa —dijo la araña, que antes fue el elefante—. Ignoré el peligro y ahora todos estamos aquí.
El aterrador y tortuoso silencio volvió a apoderarse de todo.
—Ya lo entendiste —concluyó la voz del teléfono y cortó la llamada.
Desde la cuenca de los ojos de sus amigos comenzaron a salir miles de arañas bajo un grito fantasmal. Los cadáveres se desmoronaron y los arácnidos cubrieron al elefante que se volvió araña. Esperando la paz de la muerte, cerró los ojos.
Volvió a abrirlos. Una vez más, un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña. Como veía que resistía, quiso llamar a otro, pero esta vez se detuvo y se dejó caer al vacío.
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Historias fantásticas y no tan fantásticas
FantasiaHistorias sin un fin más allá de contar algo fantástico. Cuentos que tal vez te hagan pensar las cosas o que, simplemente, te entretengan. Relatos inspirados en la vida y las obras que todos conocemos. Tan solo disfruten de una buena lectura.