Capítulo 23.

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Algunos días después, Juliana había perdido totalmente la esperanza.

Los días parecían tan solitarios, vacíos y aburridos para ella, mientras las noches estaban repletas de sufrimiento, agonía y dolor. Era la rutina de su vida antes de desaparecer y probar esa pizca de adrenalina y sabor que experimentó el tiempo que convivió con Valentina, Clarke y Lexa.

A pesar de que admitía totalmente que extrañaba a ese par sumamente peculiar, ya que ambas habían sido amables, pacientes y dulces con ella —algo a lo que no estaba para nada acostumbrada—, debía admitir también que no las extrañaría más que a Valentina.

Oh, aquella mujer de ojos azules y tan feroces como los ojos de un tigre, se había hundido en lo más recóndito de su corazón y, por ende, tenía la potestad de jugar con él como si fuera una bola de estambre que guindaba de su mano. Juliana debía admitir también, que a pesar de todas las características que Valentina podía irradiar para otras personas, extrañaría lo que era verdaderamente. Lo que Valentina representaba de verdad. Desde sus maneras vulgares, poco convencionales y sarcásticas de contestar, hasta su extraña forma de mostrar afecto. Pero eso era lo que lo hacía emocionante y hermoso. Valentina no estaba acostumbrada a mostrar afecto, pero lo intentaba sólo por ella, y para Juliana eso valía más que cualquier otra cosa.

Porque Valentina intentaba ser una mejor persona para ella, pese a que solía decir que no la merecía, y Juliana estaba completamente segura de que era al revés. Ella no merecía que la salvara, ese era su destino y no podía luchar contra él. Sólo podía aceptarlo.

La pelinegra no pudo contener el suspiro que salió de sus labios mientras sostenía el ramo de flores entre sus delgadas y suaves manos. Levantó la cabeza y se observó al espejo.

Hoy era el gran día.

Vestido blanco caía en cascada hasta el suelo, cubriendo sus pies que estaban adornados por unos tacones del mismo color, agregándole algo más de altura que, según su tío, le faltaba. La cola del vestido era tan larga que casi alcanzaba la puerta a varios metros detrás de ella, la enagua le permitía una forma de copa que Juliana sólo había visto en películas y libros antiguos con retratos de princesas. El escote en su pecho y los guantes delicados en sus manos le hacían ver más elegante y agraciada. En su cabeza reposaba una corona de flores y detrás de ella, la estilista que su tío había contratado terminaba de hacer algunos retoques con los rulos en su cabello. El maquillaje no era tan forzado, se veía más al estilo natural y aquel tinte rojo en sus labios contrastaba perfectamente con su piel.

Juliana se veía como una verdadera princesa aquel día, sin embargo, no se sentía como una en realidad.

Quizá porque aquel vínculo que siempre consideró sagrado era una obligación para ella. Quizá porque lo haría con un hombre que no conoce. O quizá porque se sentía asfixiada.

Sea lo que fuere, no la hacía muy feliz...

Soltando otro suspiro, Juliana llamó la atención de la estilista, quién levantó la vista de su cabello y la observó con cierta preocupación.

—¿Sucede algo, querida? —preguntó.

Juliana observó sus ojos por el reflejo del gran espejo frente a ella y, forzando una sonrisa, irguió su postura para contestar.

—No es nada.

—Si suspiras de esa forma, está claro que es algo —sonriendo comprensiva, la mujer suspiró también—. Es normal tener nervios, todas lo estamos y lo estaríamos si estuviéramos en tu posición.

Los nervios eran pocos, pero estaban presentes. No obstante, no era por esa razón por la que se encontraba totalmente en ese estado. Pero sabiendo que le convenía no decir absolutamente nada al respecto, prefirió aceptarlo.

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