Los días pasaron con gran lentitud, aquella última semana estuvo llena de exámenes interminables que a Atenea le salieron bastante bien. Tantas horas estudiando, habían valido la pena. Por suerte, ahora tocaba un poco más de relax, aunque tampoco demasiado.
Recordó que Keyla tenía un bono donde la regalaban una partida de bolos, entre otras cosas. Fue un obsequio de una de sus amigas en su último cumpleaños, no obstante, nunca llegó a usar todos. Se dirigió a su habitación, donde lo tenía guardado, y una vez dentro, comenzó a observar la estancia. Todo seguía en su sitio: las zapatillas de estar por casa delante de la cama, los lápices y bolis dentro del organizador de escritorio, la ropa bien colocada en el armario... Nada que ver con la suya, era un caos. Después de sacar del cajón el bono, contempló por un instante la foto que tenía en el escritorio, donde se encontraban Keyla, su madre, su padre y ella en Disneyland París, con una diadema de Minnie en la cabeza y el castillo detrás. Echaba de menos esos momentos pero sobre todo, a su hermana.
Se tumbó en la cama de esta y miró al techo durante un instante. Por su mente pasaron varios recuerdos junto a ella, como aquella vez que decidieron ir a una tienda de vestidos de novia porque a Keyla le hacía ilusión probárselos, parecía una princesa con todos ellos. O cuando curaba las heridas que Atenea se hacía después de pegarse con sus compañeros en el instituto. Se levantó de golpe y salió de casa. Ya era hora de dejar de sufrir y seguir disfrutando de la vida por las dos.
Iba canturreando por la calle, con los cascos puestos, cuando se encontró a Bea, que paseaba a su perro. Aquella mujer era digna de admirar, tuvo un novio que desapareció cuando se enteró de que la había dejado embarazada. Ella sola salió adelante, pudo comprarse un piso, cuidar y educar a su hija a la vez que trabaja como catedrática de universidad.
— ¡Buenas tardes, Atenea! Me alegro de verte —sonrió mientras tiraba de la correa de su perro, que no dejaba de olerlo todo.
La pelirroja paró la música, se quitó los cascos y devolvió el saludo.
—Yo también me alegro —alzó las comisuras y después se agachó para acariciar al animal.
Por su mente pasó la idea de adoptar uno, se sentía tan sola que quizás una compañía perruna llenaría su vacío. En ese momento, miles de preguntas la invadieron. ¿Sus padres la dejarían? Porque ahora estaban lejos pero, al final, la casa seguía siendo de ellos y tarde o temprano volverían. ¿Y si se llevaba a uno grande y después se agobiaba en aquella casa tan pequeña? Por no hablar del veterinario, ¿qué pasaría si enfermaba o algo por el estilo justo en época de exámenes y tenía que perder una tarde entera en la clínica? Debía meditarlo bien, una mascota no se podía tener a la ligera, eso llevaba una responsabilidad.
—Vaya, si tengo que ir a comprar —Bea dio un golpe en su frente con la palma de la mano—. Esta noche, mi hermano viene a cenar a casa y quiero demostrarle que cocino igual de bien que él.
— ¿Y qué tienes pensado hacer? —preguntó la más joven, con curiosidad.
—Pues si te digo la verdad, no tengo ni idea —soltó una carcajada—. Iré al súper y ya pensaré allí —miró la hora en su reloj—. Debería irme, Ariadna ya habrá vuelto del parque y querrá merendar. ¡Hasta pronto!
—Adiós.
Al llegar a la bolera, echó un vistazo rápido a toda la estancia y se percató de que no había mucha gente. Avanzó hacia una de las pistas y observó que allí se encontraba alguien que la resultaba bastante familiar.
— ¡No puede ser! —dijeron ambos a la vez, en voz alta.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó ella, indignada.
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Hasta que la muerte nos una
Romance¿Qué pasaría si la muerte de la persona que más quieres te une a la persona que más odias?