Uno

1.1K 61 12
                                    

Evie

«¡Esta noche tenemos que salir a celebrarlo!» Malditas palabras las mías. Me encuentro corriendo por mi vida. Y no es una manera de hablar. Las piernas me van tan rápido que no las siento. Menos mal que es cuesta abajo. El sudor corre por mi frente. El corazón late a un ritmo endiablado. «¡No te pares ahora Evie, joder!», pienso. No soy capaz de mirar atrás. Sé que me hará perder el equilibrio. Soy demasiado torpe. Saber que viene corriendo detrás de mí me pone la piel de gallina. Es mejor que no mire. Las lágrimas se deslizan por mi cara. Me agarro a una farola para coger impulso al doblar la esquina. La calle está solitaria y en silencio. ¿Dónde coño se ha metido todo el mundo esta noche? Al fondo veo la luz. Hay un contenedor abierto. Pueden pasar dos cosas: que me meta y consiga pasar desapercibida, o que se convierta en mi tumba.

De un ágil salto, me meto dentro y cierro la tapa a toda velocidad. El olor putrefacto se cuela por mi nariz. Una arcada quiere salir, pero me controlo. Cierro los ojos, tratando de mantener la calma. «¡Estoy a salvo!», me repito para tranquilizarme. «Aquí no va a encontrarme».

Si esta mañana hubiera sabido que acabaría el día luchando entre la vida y la muerte, no hubiera salido de mi casa.

—¡Por fin tienes vacaciones, Evie! —dijo Bette, una de mis mejores amigas.

—No me puedo creer que precisamente tú —, siguió diciendo Maika—, tengas días libres.

Las tres reímos a carcajadas.

Desde que comencé a trabajar como periodista, podía contar mis semanas de vacaciones con los dedos de una mano. Era algo de lo que mi grupo de amigas siempre se quejaba, que no tenía tiempo para ellas. Me encanta mi trabajo, y me cuesta mucho darme un respiro de vez en cuando.

—Te mereces esas vacaciones más que nadie —afirmó Bette.

Llevo más de quince años de experiencia en el sector, rara vez he parado y, por fin tengo dos semanas enteras de desconexión. Así que me salió del alma gritar:

—¡Esta noche tenemos que salir a celebrarlo!

Me tapo la boca con las manos y trato de controlar mi respiración, que está alterada. He visto muchas series y películas como para saber que en cualquier momento se va a abrir la tapa del contenedor y voy a morir asesinada.

«La he cagado», pienso cerrando con fuerza los ojos. «Los contenedores nunca son un buen escondite. Voy a morir».

Una sensación de paz y tranquilidad invade mi cuerpo. Supongo que no tengo miedo a dejar este mundo. Espero que cuando me encuentre, me quite la vida de una manera rápida e indolora. Lo único que puedo pensar es en mis amigas, mis padres y Milo, mi marido. Ellos son los que peor lo van a pasar. Yo... bueno, yo me iré y ya está. Visualizo el titular que saldrá mañana en los periódicos y noticias: «Una mujer de cuarenta años aparece muerta en un contenedor de basura: se desconocen los motivos». ¡Qué triste! Lo último que esperaba era morir en estas condiciones.

Lamentable.

Creo que merezco una muerte mejor.

El silencio es el protagonista. Noto los latidos del corazón en mis oídos. Pasan unos cuatro minutos, según puedo calcular, y la tapa no se abre. ¿Habré conseguido escabullirme? Meto la mano al bolsillo para sacar el móvil, voy a llamar a emergencias. ¿O quizá deba llamar a Milo? Dudo unos instantes hasta que decido marcar el número de emergencias. Al fin y al cabo, si me encuentra y me hiere, necesitaré asistencia sanitaria lo antes posible. Me tiembla el pulso mientras marco los números, estoy a punto de llamar, cuando la tapa se abre de manera brusca y el móvil se me resbala de las manos.

Dasha WeissDonde viven las historias. Descúbrelo ahora