Doce

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DASHA

Llevo una mochila a mi espalda. Es la del niño muerto del hospital. En ella guardo los medicamentos y un par de camisetas que le he cogido «prestadas». Total, él ya no las va a utilizar. Los puntos del estómago me tiran a cada paso que doy. Debería de estar tumbada por unos días, pero no puedo. Entre muecas de dolor, llego hasta una parada de autobús. No tengo dinero, pero eso no es problema para mí. Subiré, seguro. Me siento a esperar, llevándome la mano a la herida. Noto el corazón latir con fuerza ahí, y la venda comienza a estar empapada de sangre, que ya traspasa un poco a la camiseta. Al cabo de unos minutos, una chica de aspecto joven, pelo corto, moreno y ondulado, llega andando, concentrada en teclear en su móvil. Tiene intención de pasar de largo, así que la paro.

—Disculpa.

La chica para en seco y se gira para mirarme.

—¿Sí?

—¿Sabes a qué hora pasa el autobús? Me da igual la línea.

La chica frunce los labios y sacude la cabeza.

—Hoy no hay línea por esta dirección —explica—. ¿A dónde vas?

Buena pregunta. No tengo ni idea. Le doy una respuesta al azar, lo primero que me viene a la mente. Es entonces cuando la chica me sorprende.

—Puedo llevarte. Tengo el coche ahí mismo —dice, señalando un renault negro que hay aparcado dos pasos más allá.

Me levanto sin pensar, escondiendo el gesto de terrible dolor que he sentido al notar la tensión. Subimos al coche. Huele realmente bien, es agradable. Aunque no sé si es el ambientador o es ella, que ha invadido el espacio con su perfume al entrar. Se pone el cinturón y me mira. Es guapa.

—¿Y a quien tengo el placer de llevar? —pregunta con una elegante sonrisa.

También es simpática.

—Evie —digo—, me llamo Evie.

—Evie, bonito nombre.

Esbozo una imperceptible sonrisa, pensando en ella. En la Evie de verdad.

—Yo soy Jess —me tiende la mano antes de arrancar—, encantada.

—Encantada.

—Eres rusa, ¿no? —su voz suena emocionada, como si nunca jamás hubiera estado con una rusa—. Por lo poco que te he escuchado hablar. Tienes acento.

No respondo. Quedo mirando por la ventanilla, esperando a que arranque el maldito coche y deje de hablar.

—Normalmente no monto a desconocidos en mi coche —explica—. Puedes sentirte privilegiada.

La miro fijamente, sin expresión alguna en la cara. Creo que la he asustado, porque borra la sonrisa de golpe y mira al frente, concentrándose en la carretera.

Las casas van pasando a toda velocidad. El silencio se escucha. El siguiente semáforo se pone rojo y la situación se vuelve de lo más incómoda. Veo cómo agarra con fuerza el volante. Sus nudillos se vuelven blancos. No sabe de qué hablarme. Está nerviosa. La miro, de nuevo con esa expresión inerte que me caracteriza y que tanto parece desconcertar a la gente.

—¿Te digo la verdad? —susurro, consigo captar su atención. Me mira atentamente—. No tengo a dónde ir.

—¿Cómo?

Niego con la cabeza. Y pongo en marcha el plan que se me acaba de ocurrir.

—No tengo a dónde ir. Era mentira. No iba a ninguna parte en bus —le digo—. Yo... mi...

Dasha WeissDonde viven las historias. Descúbrelo ahora