DOS

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Abro la puerta de casa. El olor de mi ropa es nauseabundo. Dejo las llaves en la mesita de la entrada y me apoyo en la puerta, solo quiero llorar. Milo no tarda en aparecer en mi busca. Le encanta venir a recibirme cuando llego a casa. Lo que se encuentra le sorprende. No me extraña, estoy hecha un asco. Corro a sus brazos, haciendo un esfuerzo enorme por no llorar. No puedo contarle la verdad. El calor de su cuerpo me reconforta, me aprieta con fuerza y me da un dulce beso en la cabeza.

—Pero, ¿dónde te has metido? —pregunta divertido. Me agarra de los hombros para mirarme de arriba, abajo—. ¡Vienes con la ropa hecha harapos!

Esbozo una sonrisa.

«Lo importante es que he venido», pienso perdiéndome en sus intensos ojos azules. Creía que nunca más volvería a verlos.

—Ha sido una noche algo... diferente —musito—. Se nos ha ido de las manos.

—No hace falta que lo jures —su cara de asco, me provoca una carcajada—. ¿Qué es ese olor?

—Soy yo —contesto inmediatamente—, no preguntes.

—Corre a la ducha, anda —me da una cariñosa palmadita en la nalga—, te espero en la cama.

Le miro fijamente, totalmente agradecida de tenerle. Es tan bueno conmigo... no sé cuánto tiempo voy a aguantar sin contarle que he estado a punto de ser asesinada por una psicópata de ojos verdes y acento ruso. Lo primero que haría sería llamar a la policía. No puedo permitirme eso. «Iré a buscarte, y te encontraré». La voz de esa misteriosa chica suena en mi cabeza una y otra vez mientras el agua se desliza por mi cuerpo desnudo. Esta noche va a ser complicado pegar ojo. Las pesadillas aparecerán. La imagen de lo que vi en el baño de ese local tardará en irse de mi mente días, semanas, años.

Cierro los ojos y apoyo la frente en las frías losas de la ducha. Mi cabeza recrea una y otra vez la imagen de la tapa del contenedor abriéndose, la silueta de la chica apareciendo frente a mí. No he pasado tanto miedo en mi vida. Las lágrimas se mezclan con el agua.

«Joder, joder, joder».

No puedo pensar otra cosa.

Abro los ojos al recordar que no le he dado señales de vida a mis amigas, deben estar asustadas. Con tanta tensión, lo último que tenía en mente era decirles que estaba bien. Mi misión era llegar a casa cuanto antes y asegurarme de que la loca no iba a matarme por sorpresa en cualquier momento.

Milo golpea la puerta con los nudillos, haciendo que me sobresalte. Apago el grifo de la ducha para escucharle al otro lado.

—Evie.

—Dime.

—Maika está al teléfono.

Frunzo el ceño.

—¿Qué quiere?

—Saber si estás viva.

Ruedo los ojos. ¡Muy oportuna la frase!

—Ha llamado a mi móvil —explica alzando la voz—, dice que el tuyo está apagado o fuera de cobertura.

«Mierda, ¡el móvil!»

Lo visualizo entre las bolsas de basura. Se me ha caído de las manos cuando la loca psicópata ha abierto la tapa, y no lo he vuelto a coger. ¡Tengo el maldito móvil en un contenedor de basura!

—Dile que estoy bien —aclaro—, que ahora la llamo.

No le escucho decir nada más. Supongo que le ha dado mi recado y habrá colgado. Me pongo a toda prisa el pijama, no quiero volver a vestirme, no puedo salir en busca de mi móvil en plena noche sin que Milo levante sospechas.

Dasha WeissDonde viven las historias. Descúbrelo ahora