LA ISLA

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Ayer todo me había salido mal.

Tenía días confusos, movidos, injustos, llenos de presión, de los que se sienten diferentes y el día de ayer, no iba a ser la excepción.

El mundo, lamentablemente o por suerte, no para, así que tenía que trabajar. Tenía que afrontar mundo y por supuesto, eso no iba a salir nada bien.

Todo lo que tenía que salir mal, había malido sal.

Había renegado, me había quejado, había activado mi piloto automático, había gritado, había odiado y empezando por mí, había lastimado a alguien que amo, había dejado de disfrutar lo que más disfrutaba y había in-soportado a mi alrededor, tanto, como todos ellos me habían in-soportado a mí.

Tú te había ido, porque yo, lo sé bien, te había hecho culpable de no tener respuestas inmediatas, cuando nadie podría tenerlas. Humanamente, no. Te habías marchado y sin un sólo grito de vuelta, pero yo había sentido el eco, aunque era el del silencio.

Mis "los de siempre", evitaban mi cercanía. Mis "un placer conocerte", lo decían un poco obligados. Mi mente detestaba estar en mi cabeza. Mis manos no me daban ni un dedo. Mi sangre se asqueaba por tener que recorrerme entera. Mis piernas se habían cansado de mis comentarios y mis pies, mis pies que buscaban correr, pero de mi lado.

Por la noche, en esa habitación de hotel, fría, en un verano como este, vacía y extrañamente ordenada, menos sola que yo, me había cogido cuatro cosas en un bolso de tela. Había entrado y si fijarme, en mi ropa más cómoda, no me había importado si mi pelo estaba en orden o si me dejaba algo, tenía prisa, no sabía por qué, pero la tenía.

Había llegado al aeropuerto pasada la media noche, aunque no lo parecía, porque había bastante gente, que ni me determinaban, por suerte, de ellos. Había fijado vista en la pantalla con vuelos, esa que tantos ojos miraran al día y el destino más lejos, más difícil, más complicado, más contra la corriente, era ese, ese destino es el que había elegido, sin elegir.

Me había sentado a esperar, con un café que no me sabía a nada, viendo a la gente correr a contratiempo y preguntándome, por qué? Si sabemos bien la hora en la que volamos, siempre, con anticipación, por qué parece ser tan complicado no sufrir?.

Por primera vez,
en muchos años, me sentía invisible.

Rodeada de carreras retrasadas, maletas sonando, altavoces diciendo cosas, sola, después de mucho.

Por primera vez, en tanto tiempo,
no me importaba si ventana o si pasillo.

Por primera vez,
tantísimas horas de vuelo,
no me habían sabido a eternidad.

En un pestañeo había llegado a aquella Isla, que me parecía de ensueño. Llena de maravillas, colores y un cielo tan inconfundible. El mar que mejor me había tocado la piel. El aire que me había recargado. Tan poderosa. Tan pequeñita. Tan suya y mía.

Sin más planes, porque no sabía que iba a llegar tan lejos, me había sentado en esa pequeña frontera de mar que se encarga de cubrir arena, haciéndola más suavecita, húmeda, abrazada. Tenía un atardecer impresionante en frente, naranja como él sólo, tanto, que parecía un regalo y esa soledad que me hacía sentir cómoda, dueña de tanto.

Sabía que había huido a La Isla, pero no me sentía culpable, aunque debía, quizá. Mucho había dejado tirado, mucho había jodido, pero estaba allí, con el agua besándome los pies, como si fuese la mejor visita del mundo, esta que tanto se había quejado.

Posiblemente, tendría mil llamadas,
pero me había dejado el móvil,
en alguna parte.

¿Y qué?.

Posiblemente, ningún problema estaría resuelto aún, pero estaba en La Isla y ya ningún huracán me daba tanto miedo como antes. Me extrañaba mucho ser la única persona que había visto con tan sólo aterrizar, aunque de eso no iba a quejarme, en lo absoluto.

Mis pasos se hundían en la arena, que me estaba comprendiendo más que nunca. La brisa me hacía compañía, escuchándome todo lo que no le estaba diciendo, dejándome más ligera. El sol, gigante, se había detenido justo allí, porque prefería no irse y yo, cuestionándome ¿por qué esa Isla me estaba queriendo tanto, tan fuerte, tan dentro?.

¿Por qué parecían no existir los problemas? ¿Por qué ya no me sentía en ese muy pequeño espacio entre el marco y la puerta? ¿Por qué ya no estaba apurada? ¿Por que ya no encontraba las quejas? ¿Por qué me formaba una sonrisa tonta? ¿Por qué me descargaba los hombros? ¿Por qué me había secuestrado de un mundo real? ¿Por qué era el único lugar donde me sentía así? ¿Por qué ahora el mundo parecía un lugar mejor? ¿Por qué sentía que me faltaba el aire, tan sólo con pensar en irme? ¿Por qué me importaba tan poco una agenda? ¿Por qué me estaba regalando lo mejor que tenía, sin límite de tiempo?.

¿Por qué me estaba amando tanto?.

¿Por qué me amaba así?.

Entonces sentí mis pies entre las frías sábanas de esa habitación de hotel, de la que nunca, al menos
no físicamente, había salido.

No tenía nada que ver, pero odiaba con todas mis fuerzas las sábanas frías, porque pensándolo bien, no tiene sentido que sean refugio para el frío, si están heladas, ¿no?.

Y comenzaba a entenderlo.

Habían días difíciles, que un abrazo sanaban, como habían días fáciles, que un grito jodían.

Habían refugios donde no hacían falta las huidas, ni los aviones, ni lo del vuelo, ni la ventana.

Habían infiernos, donde precisamente no moríamos, sólo sentíamos el frío de una sábana congelada.

Y estaba claro, (aunque no tan claro como cuánto te estaba echando de menos).

Habían días de Isla y habían días de sabana fría.

Aunque siempre, esa isla,
La Isla...

Eres tú.

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