CAPÍTULO I

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Como si hubiera despertado de una pesadilla, llevó su mano hacia su frente sudorosa, respirando con cierta dificultad.

El mismo sueño se presentaba después de un largo tiempo, pero seguía siendo difuso después de cada despertar, hasta que tuvo la capacidad de guardar solamente las sensaciones que sentía en sus memorias, quizás comenzó cuando había cumplido doce años, cuando su madre lo llevó a la pequeña plaza donde siempre iban a jugar, comer aperitivos y platicar sobre sus días en los suburbios. Se le ocurrió la brillante idea de columpiarse hasta poder llegar a saltar muy alto y caer de pie en el suelo. Error, se llevó un buen golpe en la cabeza y algunas puntadas. Sus sueños incómodos no eran todos los días de su vida, no obstante, cuando sucedían eran fuertes y claros, pero no lograba recordar con claridad qué había estado soñando; las pesadillas eran normales, de eso estaba seguro.

Afortunadamente a sus diecinueve años seguía vivo.

Mirando con exactitud la hora, la cual marcaba las 6:15 a. m.

Se levantó con pesadez, estudiando su cuarto, si estaba o no convertido en un desastre como para que su madre viniera y lo retara por no haberlo hecho ayer.

-¡Arcadio! -El grito de su madre indicaba que desde hace mínimo quince minutos ya debía estar desayunando.

Con rapidez, temeroso a un regaño, que su madre los hacía una pesadilla más, comenzó a prepararse para bajar y hacer de su presencia un motivo para no aumentar su posible molestia. A veces pensaba que tomarse un semestre sabático no sonaba tan mal como otras personas lo decían. Pero quería evitarse el sermón que desde que ingresó a la universidad había estado persiguiéndolo por bocas ajenas. Olvidándose de sus pensamientos ingenuos se colgó su cámara profesional, la cual aún no terminaba de pagar, de no ser por las influencias de su madre todavía estaría buscando esperanzado una, a mitad de precio.

Una vez en la cocina, notó algo muy raro.

-¿Y mi desayuno? -le preguntó como si su día estuviera perdido.

La hermosa pelirroja mayor, de al menos unos treinta y siete años o más, se volteó con una mano en su cintura y una mirada interrogativa, pero clara, ante su postura.

-Creí que habíamos dicho que comenzarías a levantarte más temprano, yo te haría el desayuno, pero ya son las 6:30 a. m., entras a las 7 a. m. y aún te espera el metro, donde te tardas más de veinte minutos en llegar y quién sabe si lo llegas a alcanzar -le dijo en tono de reprimenda.

El metro de Bucarest siempre lo dejaba a una hora en que debía pedir permiso para entrar a su primera clase.

-Pero, mamá, el desayuno es la comida más importante del día. -Quiso fundamentar con la lógica de un adolescente.

-Te compras algo en el camino. -Le dejó unas cuantas monedas sobre la mesa.

Las tomó como si se tratara de una broma y contándolas al mismo tiempo.

-Esto no me alcanza ni para un pan -se quejó exaltado.

-Vete ya a la escuela -disparó así su primera y última mirada. Arcadio entendió sin necesidad de esperar una segunda advertencia. Se levantó de la mesa tomando sus pertenencias escolares. Tuvo que salir rápidamente de ahí antes de que lo amenace sin dejarlo almorzar.

Los días en la escuela los consideraba ciertamente aburridos cuando se volvían una monotonía, parecía que querían enseñarle algo más que tomar una fotografía. ¿Qué más debía aprender? Se preguntaba frecuentemente después de una clase poco agradable. Conocía su funcionamiento más básico. Él solo quería trabajar para un humilde o célebre periódico, tomar fotos y recibir un buen ingreso mediante su trabajo. ¿Qué más podían enseñarle? Cuestionaba ciertos días. Aquellos programas para editar las imágenes, sin algo especial que aportarles, esas partes de la cámara que no debía tocar, sospechaba que los profesores lo consideraban demasiado como para atreverse a tocar botones que él no se atrevía siquiera a mirar.

Hyera Preludio de la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora