CAPÍTULO IX

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La puerta cerrada, los pájaros no cantaron, la vecina no gritó, no sacó la basura, la ciudad estaba tranquila, no se escuchó el taladro, el papel no se arregló, parecía que las flores se habían marchitado toda la noche, o simplemente era el papel arrugado. Alguna vez recordó que su madre lo eligió cuidadosamente, a él no le molestaron el color ni las flores, a ellos tampoco, después de todo eran una pequeña familia en busca de la comodidad.

Lo primero que pasó por sus cabezas al levantarse fue arreglar lo poco que podía componerse con una simple apariencia alrededor, como objetos en el suelo o incluso un plato sucio. La electricidad seguía funcionando, suponían que esa era una buena señal, pero tampoco había motivos por los cuales dejara de funcionar. Podía adivinar que la visita de la policía de la tarde anterior no sería la última y no tenía humor de ver a funcionarios haciendo incorrectamente su trabajo.

—Siento como si hubiera dormido en el aeropuerto. —Damián tenía quince minutos quejándose de la misma zona de su cintura.

—Podrías haber dormido en el sofá si querías. —Arcadio desde ayer no le miraba a los ojos.

—Temía que algo me picara. —El sonido del pan en su boca le molestó un poco.

—No es temporada de insectos.

—Nunca sabes. —Por otra parte, entendía que necesitaba energías, y él también. Se preguntaba si su madre tomó un ligero desayuno.

Sus vagos pensamientos fueron interrumpidos por el sonido del teléfono de su casa, que misteriosamente no estaba destrozado; Damián fue el primero en pegarlo a su oreja.

—Debemos vernos en el parque ahora mismo. —La voz preocupante del director Hans dejó en shock a los dos. A Arcadio le sorprendió la capacidad auditiva de su propio oído en ese momento al escucharlo tan claramente.

Damián no pudo reaccionar debidamente, ya que su amigo le arrebató el aparato de manera agresiva.

—Usted lo sabe —gruñó con desprecio.

—¿Sé qué, Arcadio? —No tenía ganas de jugar al juego de palabras de Hans.

—¡Mi madre está desaparecida! —casi grito.

—Lo lamento. —Escuchó su voz arrepentida.

—Mentiroso...

—No, de verdad lo siento. —De verdad quería creerle, pero su cerebro no le dejaba ser potencialmente razonable con nadie.

—¿Dónde está?

—No lo sé, pero vamos a encontrarnos, para ayudarte. —Sonaba con una voz segura, lo cual lo tranquilizó, pero no lo suficiente para comenzar a ser más amable.

—¿Por qué usted quiere ayudarme?

—Te di mis razones aquel día —sonó directo y además parecía no estar dispuesto a seguir discutiendo el tema.

—¿Por qué ella? —Quería respuestas.

—Dime algo, ¿conociste otro Hyera, aparte del señor Horace? —No esperaba que mencionara al difunto conserje. Sin embargo, varias posibles opciones llegaron a su cabeza, en suma, tres, pero la que más le molestó fue solo una.

—¡Usted fue quien la admitió! —dijo sin darle nombres, él sabía a quién se refería.

—No tenía idea de que ella quería entrar por ti.

—¿Entonces qué pensaba? ¿Qué quería estudiar? ¿Tener una carrera? —Apretó el teléfono con fuerza.

—Solo una valiosa coincidencia que quería aprovechar, hasta los viejos nos equivocamos —Arcadio respiró al menos cinco minutos con la boca abierta, sin embargo, ni Hans ni Damián se atrevieron a decir algo en ese momento, solo el tiempo podía decidir cuál era el momento perfecto para hablar dándole una ventaja al pelirrojo.

Hyera Preludio de la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora