Capítulo 35

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Me duele todo el cuerpo.

Desde la cabeza, hasta los pies, sin exceptuar ningún músculo. Mi pierna, sobre todo, punza de forma constante.

¿Dónde estoy?

Abro los ojos de golpe, visualizando el techo rocoso y la oscuridad que me rodea.

Un sueño. Fue un jodido sueño.

El pánico se acrecienta en mi pecho y me levanto con rapidez, hiperventilando y a punto de llorar.

—¡Derya, tranquila!

Me giro, sobresaltada al escuchar la voz de Adonis; la luz proveniente de una lámpara a su lado me permite verlo sentado en una cama, vistiendo un suéter de lana color beige y un pantalón de algodón de cuadros rojos. Sus ojos grises me examinan con preocupación y parece estar listo para saltar sobre mí en caso de que quiera correr.

—Estás a salvo —agrega, cauteloso—. Estamos en casa de los Ancianos, en la Enfermería.

Parpadeo varias veces, asimilando sus palabras. Giro sobre mi propio eje, ignorando el dolor en cada parte de mi cuerpo y observo el lugar: la habitación está llena de camas, pero todas están vacías, a excepción de la de Adonis y una a su lado, que debo suponer es donde yo dormía. Trago saliva, detallando las paredes de piedra que nos rodean y la única ventana que se encuentra en lo alto de una de las paredes, la cual permite ver la luna en el cielo estrellado.

—¿Qué hora es? —logro articular, tan bajo que temo que Adonis no me haya escuchado.

—Las 3 de la mañana —responde, tranquilo. Lo escucho ponerse de pie y acercarse a mí; su mano se envuelve en mi antebrazo con delicadeza—. Ven, volvamos a dormir.

Estoy viva...

Lo logré.

El listón.

Intento buscar en mis bolsillos pero me sorprende sentir la tela suave sobre mi piel; llevo un atuendo igual al de Adonis.

—M-mi gabardina —balbuceo—. Tengo... Hay... Debo darte-

—¿Esto? —alza su mano, mostrando el listón de Adhara atado a su muñeca—. Me lo diste cuando llegaste.

—No fue un sueño...

—No, no lo fue.

—Sobre eso-

—Me lo puedes contar mañana —tira de mi brazo, sin mucha fuerza, guiándome hacia la cama—. Tienes que descansar.

Niego.

—Tengo que contarte...

—Y estaré gustoso de escucharlo mañana —me sienta en la cama con gentileza—. Cuando estés descansada y te sientas mejor.

—Pero-

Náe.

Más que querer obedecerle, el hecho de que me haya dicho «Náe» es lo que me deja tan desconcertada que le permito recostarme. Toma la sábana y me cubre casi por completo con ella.

—Descansa.

—¡Espera! —lo tomo del brazo, asustada—. ¿Y los mellizos? ¿Dónde están? ¿Están bien?

—Sí, están bien. Ellos están durmiendo arriba —responde con tranquilidad—. Ahora, duerme.

Suspiro, aliviada y lo libero de mi agarre para recostarme, pero antes de que se vaya, lo vuelvo a detener. Me da una mirada llena de irritación, advirtiéndome que su paciencia es tan diminuta como la mía.

NirewoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora