Introducción

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-Onixte, debes recapacitar, no puedes seguirlo, no tú. La ley es santa y buena.

-¿Pero si es arbitraria como él dice? ¿Si nuestro creador es un tirano? ¿Si hay más por conocer de lo que se nos ha dado?

-¿Cómo puede ser un tirano? ¿Acaso no tienes derecho a elegir? ¿Qué hay del otro lado que amas tanto?

-Tú no lo entiendes, él es mi mentor, llevo eones con él. Desde que se me dio el aliento de vida, desde que la fuente derramó mi esencia...

-Y por esa devoción, que solo debieras tener por tu creador, ¿eres capaz de perder tu libertad?

-¿No estoy preso ahora? ¿No vives acaso sujeto a la ley? ¿No eres un esclavo de ella?

-¡No, hermano! La ley está escrita en mi interior, amo la ley, amo a mi creador y te amo a ti. No concibo en mi sabiduría vivir sin la ley. ¿Qué te ha mostrado el gran querubín que has decidido seguirlo en esta revolución? ¿Crees por un instante que seguirlo te dará más felicidad que la que encuentras en este universo lleno de armonía? Mira a tu alrededor, Onixte, ningún ser de ningún planeta está tan cerca de la fuente como nosotros, y ellos no dudan en seguir al creador. Estando dotados con la misma libertad que se nos dio a nosotros.

-No me ha mostrado nada... Lo sigo no por lo que pueda dar, sino por lo que yo pueda darle a él.

Capítulo 1

El pequeño Ángel se encontraba agitado, las voces en su mente otra vez atormentaban su calma. La noche lo despertaba cada dos por tres con los refucilos y estruendos, parecía que el mal tiempo era cómplice de su pesadilla. Se estremecía en su cama angosta, su habitación oscura y el tic-tac del enorme reloj de pared lo llenaban de un miedo profundo. No aguantando más y bañado en el sudor de su cuerpo, se dirigió por el pasillo hacia la habitación de su madre y con un gemido la despertó.

-Mami, otra vez, otra vez pesadillas -susurró el pequeño entre dientes.

La madre, un poco confundida, levantó la mirada hacia el niño.

-¡Oh! Hijo, ven, duerme a mi lado... oraremos.

El niño se cobijó entre los brazos maternales y escuchando la suave voz de ella que le pedía a Dios por protección, se quedó dormido.

La joven madre, al ver a su hijo sumido en un sueño tranquilo, pensaba en los sucesos de la vida del pequeño. Intentaba comprender por qué tenía que pasar por todo esto una criatura. Su marido era camionero y, por suerte, lo veía una vez a la semana. Muchas veces atribuyó las pesadillas de Gabrielito a la ausencia del padre, pero mientras pasaban los años, todo empeoraba. Siempre trataba de tener una relación estable con Dios y su familia, les pedía constantemente a los pastores que oraran por el pequeño. Pero todo seguía igual, y lo peor era que el niño nunca se atrevía a decir la naturaleza de las pesadillas.

Cuando la noche llegaba a su fin y el sol brillaba obsequiando a la vida un nuevo día, el pequeño se olvidaba de sus sueños y todo seguía como si nada pasara.

Alberto, el padre de Gabriel, propuso un psicólogo para que lo tratara, pero después de meses, todo seguía igual. El psicólogo argumentaba que era normal, que los miedos infantiles desaparecerían en la adolescencia y que, si no presentaba problemas de conducta, no había de qué preocuparse. Eso decía el profesional, pero María comprendía que su hijo no era normal. Ella tenía bastante con lo que le había sucedido en su juventud para atribuirle a la casualidad los sucesos de su vida. Solo le quedaba aferrarse a Dios como medio para ahuyentar los miedos de su pasado.

Lazo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora