Capítulo 31

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Llegaron a la casa de los padres de Gabriel, el día sábado 5 de julio.

—¡Ven aquí, pequeño! —dijo María. El niño subió de un salto a los brazos de su abuela. Alberto saludó a su hijo con un fuerte abrazo y un apretón de mano a Diego.

—¿A ver este pequeño? —dijo la señora agarrando los cachetes de Matías. El niño huyó riendo.

—Ven, chiquitín, con el abuelo —exclamó Alberto abrazando a Ángel—. Tengo algo para ti.

Buscó en un modular de living una pequeña caja envuelta en regalo. Ángel miró a su papá.

—Ábrelo, hijo.

Ángel rompió la envoltura, dentro de la caja había una navaja suiza. El niño abrió grandes los ojos y miró a su papá con la boca abierta. Gabriel miró al padre y le reprochó:

—¡Papá! Cumple 7 no 18.

Alberto hizo una sonrisa.

—A ti te regalé una a tus 8 o 9.

—Esperen, esperen —dijo María—, yo tengo algo para mi nieto.

Trajo una bolsa decorada y de adentro de ella Ángel sacó una Biblia infantil ilustrada.

—¡Un libro! —dijo Ángel súper feliz. En eso intervino Matías explicándole.

—No solo es un libro, es la Biblia, mi papi me regaló una cuando era pequeño, está muy buena.

Ángel miró a sus abuelos agradeciéndoles.

Pasaron el resto del día con los viejos. Esa noche María hizo ñoquis caseros. Comieron hasta el hartazgo. La casa contaba con tres dormitorios, el de los viejos, luego el de Gabriel y uno de huéspedes que construyó Alberto exclusivo para Angelito. Diego durmió con su hijo en el cuarto de huéspedes y Gabriel con Ángel en el suyo.

El domingo 6 a las ocho de la mañana llegaron al Rodeo de las Gallinas, en el asentamiento minero La Carolina, donde dejaron la camioneta que les prestó Alberto y comenzaron la marcha a pie. El día estaba lindo, con un sol cálido y un viento seco, en comparación con el frío del sur parecía verano. Diego y Gabriel llevaban mochilas con cosas simples, una carpa para pasar la noche, unas cañas de pescar, algunos sándwiches para el camino y enlatados para el otro día.

Los niños vestían con pantalón vaqueros y zapatos de escalada, comprados para la ocasión. Diego se encargaba de llevar soga y botiquín mientras Gabriel iba adelante en fila india seguido por los niños. El camino era más sinuoso de lo que Gabriel recordaba y las piedras eran gigantes. Pensó por un momento que los niños se aburrirían, pero al observar la carita de felicidad de su hijo, se convenció de que sería un fin de semana memorable. Todo estaba a favor, el clima, el día que había tocado y los buenos amigos, ¿qué podría salir mal? La daga la tenía él, por si alguien quería hacerle daño a su pequeño no dudaría en matarlo.

Se alejaron un poco de las rocas y comenzaron a caminar por una densa vegetación, se sentía el cantar de los pájaros y los sonidos de los animales. El estrepitoso caer de la enorme cascada indicaba que estaban cerca del destino. Después de cuatro largas horas llegaron. Estaban a unos 200 metros de la cascada, para esquivar el río terminaron arriba, era difícil contemplarla en su magnitud por miedo a caer. Armaron la carpa y prometieron bajar al otro día así verían la cascada, con sus 75 metros de salto en todo su esplendor. Mientras armaban la carpa, entre carcajadas ya que ninguno de los dos era bueno como scout y los niños que intentaban ayudar, hacían lío.

—Papi, ¿podemos ir a explorar? —quiso saber Matías, Diego miró a Gabriel.

—Bueno, chicos, pero no muy lejos, siempre donde los escuchemos y alejados del río.

Los niños salieron corriendo, exploraron todo, cada piedra, hormiga e insecto que encontraban. Mientras conversaban, al pequeño Ángel le agarró comezón en la tetilla derecha.

—¿Qué te pasa, Ángel? —preguntó intrigado Matías.

—No sé, me pica el pecho.

—A ver... Déjame ver...

Ángel se levantó la remera, la piel estaba enrojecida.

—Puede haber sido una hormiga, quieres que le digamos a tu papá.

—No... Ya se me pasó, sigamos jugando...

Los niños continuaron con sus jugos hasta que los llamaron a comer.

Lazo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora