capítulo 11

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Habían pasado ocho meses desde el encuentro con Laurence en el aeropuerto. Les habían otorgado nuevas identidades, a Abigail le habían dado la identidad de Yamila Navarra, maestra de primaria. A Gabriel le dieron la de Raúl Ramírez, profesor de Ética. A ninguno le gustó ese cambio, pero ellos, en su intimidad, seguían siendo Abigail y Gabriel. Lo que sí les fascinó fue el lugar donde les habían comprado una casa. Era un pequeño poblado camino a los Siete Lagos en la provincia de Neuquén, un paraíso a orillas del lago Espejo Chico. Una modesta casita, pero para ellos era acogedora.

Estaban en el mes de julio, el frío intenso del sur, la nieve y la belleza del lugar los enamoraba cada día más. Ella cargaba la pancita puntiaguda de su pequeño hijo. En las mañanas jugueteaban explorando los bosques, ella cantaba nanas a su pequeño y, poco a poco, la historia de su vida iba perdiendo peso. Sabían del peligro y Gabriel tenía la daga lista para matar a quien se atreva a lastimar a su familia, pero la belleza del lugar, la calidad de la gente, los hacía olvidarse un poco del terrible destino que tenían encima.

Era una mañana preciosa del 7 de julio, el sol entibiaba el aire y el cielo estaba de un color turquesa. Gabriel observó unos instantes el precioso lago, el reflejo de las montañas nevadas le hacían honor al nombre de Lago Espejo. El agua era tan cristalina que invitaba a beberla.

Abigail dormía todavía, Gabriel se dirigió a comprar para desayunar a unas cuadras de la casa. Entró en la despensa, conversó de cosas triviales con la señora Mirian, dueña del lugar, una mujer mayor con el típico acento sureño. No alcanzaba a hablar Gabriel o Abigail que se daba cuenta de inmediato que eran de Córdoba. Gabriel siempre creyó ser neutro, pero al parecer su tono era muy obvio, intentaba no dar detalles de dónde eran, solo que estaban por un tiempo en la zona. En cambio, la señora era conversadora, le había contado que tenía siete hijos, era viuda y que vivía con el mayor y su nuera y que ellos tenían un bebé llamado Matías que seguro se llevaría bien con el pequeño en camino. Gabriel sonreía y asentía. No quería hacer amistades en ese lugar hasta no saber qué sería de sus vidas.

Cuando salió del almacén le llamó mucho la atención el cielo, de ser turquesa y apacible pasó a ser negro y tormentoso en minutos.

—Qué tiempo loco, ¿no, joven? —dijo la señora que de repente estaba tras de Gabriel. Él le regaló una sonrisa y apuró el paso a casa.

Cuando entró, Abigail estaba sentada en el living agarrándose la panza con ambas manos.

—¿Qué pasa, amor? ¿Ya viene? —Soltó las cosas y se arrodilló frente a ella.

—No, no sé qué le pasa al bebé, se mueve muchísimo, como si le doliese algo. —Miró hacia la ventana y continuó—: ¿Qué? ¿No había sol?

—Sí, pero este lugar debe ser de esos que cambian rápido, ¿quieres ir al médico?

Ella intentó incorporarse agarrándose la panza.

—No, ya se me va a pasar, mejor desayunamos y luego vemos.

Cuando Abigail terminó de hablar, la puerta principal voló en pedazos y detrás del humo estaba él, su peor pesadilla, de pie, con los ojos blancos llenos de poder. El hombre cerró sus puños y se aproximó a grandes pasos hacia Abigail, del vientre de ella salió un rayo de luz azul que impactó contra el pecho de Laurence. Cuando la descarga lo golpeó, se detuvo un poco, pero luego cruzó los brazos y comenzó a empujar acercándose despacio.

Gabriel se tiró detrás del modular donde estaba la daga. La tomó con fuerza y se arrojó encima de Laurence, este con un solo empujón lo arrojó contra la pared. La luz del vientre se hacía más débil, ella agarró un cuchillo que tenían para el desayuno e intentó dañar a Laurence que cada vez estaba más cerca, él le dobló la mano y se lo enterró en el pecho. El metal penetró lentamente rompiendo el tórax, alcanzando el corazón. La luz del vientre se apagó por completo.

Lazo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora