CAPÍTULO 1: Un final es un comienzo.

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¿Dejaré alguna vez de huir?
Reviso por segunda y última vez que no se me olvida nada, me doy cuenta de que se me está olvidando lo más importante.
—¡Mía, ven aquí!
Mi gata sube las escaleras hasta la habitación, salta a la cama ágilmente y espera ahí, pacientemente.
Me es difícil comprender que la habitación en la que estoy ahora es la misma en la que Sam y yo hemos estado conviviendo el último año. Lo único que queda son las camas, la mesita de noche y las cortinas rojas que la abuela eligió.
Cierro la maleta con decisión y salgo del cuarto sin mirar atrás; Mía me sigue.
—Nos espera un largo vuelo.
Recibo un maullido de Mía como respuesta. En estos momentos, es la única compañía que tengo; llevo una semana sin hablar con nadie exceptuando a mi gata.
—Es triste... -suspiro tras mirar la casa desde fuera. —Es el último sitio en el que hemos vivido con la abuela. De ahora en adelante debo de continuar sin ella...
No quiero que la tristeza se apodere de mí por lo que me apresuro a la hora de llamar un taxi que nos deje en el aeropuerto.
Tras un vuelo de seis horas, Mía y yo llegamos al destino. Nada más bajar del avión la mitad de las prendas de ropa que llevo encima comienza a sentirse innecesarias. Nadie me avisó de que haría tanto calor.
—Buenos días.
—Tardes —corrige el robusto hombre enchaquetado que el internado ha enviado para recogerme del aeropuerto —. Permita que lleve su equipaje.
Por supuesto, se lo entrego complacida. Cargar con Mía es suficiente; odia los lugares que están repletos de gente. Una larga fila de coches esperan en la puerta del aeropuerto, el hombre abre la puerta de uno negro y guarda mi equipaje en este.

—¡Señorita! —la voz del conductor me despierta de mi sueño reparador—Ya hemos llegado.
Salgo del coche con Mía en brazos, entrecierro los ojos tratando de acostumbrarme a la claridad del día.
—Que tenga un buen día. —el señor enchaquetado deja las grandes maletas a mi lado y vuelve a meterse en el coche.
Giro sobre mí misma para observar mi entorno. Estamos en un gran claro, rodeados por preciosos árboles de todas las formas y colores. El otoño pinta el paisaje con tonos rojizos. No tardo mucho en refugiarme en la sombra de uno de estos árboles, hace mucho calor. A mi lado, una chica sale de un coche verde. Esta se despide de sus padres con un fuerte abrazo.
—¡Chia! —la chica abraza a una niña de unos diez años que lleva un cartel con el nombre "Amanda" escrito en él.
—¡Amanda!
Ambas se marchan juntas por el sendero. A mi alrededor, los alumnos de Belladona van reuniéndose uno a uno con niños pequeños. Doy por hecho que alguien vendrá a recogerme y espero pacientemente bajo el gran árbol.
Pasan diez minutos en los que me planteo varias veces la posibilidad de que nadie venga a buscarme. Alrededor de veinte alumnos han sido recogidos mientras yo espero. ¿Se habrán olvidado de mí?. Tal vez es mala idea encargar a niños pequeños esta tarea.
—¡Perdón por el retraso! —doy un salto del susto y me giro para ver qué clase de fantasma me está hablando. Para mi sorpresa, es un chico de carne y hueso, mucho más pequeño que yo, de unos siete años. Es rubio, delgaducho, tiene el pelo revuelto y cara de diablillo.
—Hola, ¿tú me llevarás hasta la academia? —pregunto, mientras el niño acaricia a mi gata.
—Soy Alan; eres Freya, ¿No? El director Bell me ha encargado a mí —Alan sonríe orgulloso mientras se señala a sí mismo con el pulgar —venir a buscarte para llevarte al cole. Soy tu guía.
—Genial —sonrío an Alan, que comienza a andar hacia el sendero por el que se han marchado el resto de alumnos.—Veo que te gustan los gatos, ella se llama Mía —Alan la lleva en brazos como si de un bebé se tratara mientras Mía maúlla en forma de protesta. Alan debe de estar apretándola demasiado puesto que Mía lo araña haciéndolo tropezar y caer al suelo.
—¡Mi rodilla!—se queja el guía —¡Me duele mucho, no puedo andar!
Enfadada, riño a Mía por su comportamiento e intento consolar a Alan, que ha comenzado a llorar.
—Está bien, te llevaré a caballito, pero debes darme las direcciones.
Alan asiente, satisfecho. Tras unos diez minutos en los que el chico se ha equivocado tres o cuatro veces conseguimos llegar al fin.
-¡Hemos llegado!
No es necesario que lo anuncie para que me dé cuenta. El colegio es inmenso; está situado en un claro enorme del bosque. Más que un colegio parece un castillo, o un palacio. La fachada es clara, llena de columnas y ventanas grandes. Es elegante. Mínimo mide sesenta metros. Estoy impresionada, me esperaba un colegio enorme, ¡Pero no el castillo de Harry Potter! Tal vez haya un lago cerca. ¿Podré ir en barca, aunque tenga diecisiete años? No sería del todo imposible, este es mi primer año aquí...
Nos acercamos hacia la entrada, que está llena de gente.
—¿Y ahora qué? - Le pregunto an Alan, que sigue encima de mí—No conozco a nadie.
—Eso es mentira Freya, ya me conoces a mí, si no haces amigos, puedo jugar contigo.
Siento como se me ablanda el corazón; este chico me recuerda mucho a Sam.
—Gracias Alan, pero de todas formas me gustaría conocer a alguien de mi edad...
Alan frunce el ceño y tira de mis mofletes y de mi flequillo; empezamos a forcejear de nuevo. Lo último que quiero es montar un espectáculo. Un chico de mi edad se acerca corriendo a nosotros y tira de Alan hasta quitármelo de encima. Le está riñendo como si fuese su padre, hasta que se fija en mí.
—Perdona. ¿Te ha molestado mucho mi hermano?
Tiene sentido que sean hermanos, son muy parecidos. Parece que no peinarse es cosa de familia; su pelo es rubio, al igual que el de Alan, está muy revuelto. Sus ojos son castaños. Cuando me fijo un poco más, noto que su cara está cubierta de pecas.
—De hecho, me ha ayudado mucho, sin él no habría sido capaz de llegar hasta aquí.
—¿Cuántas horas te ha hecho esperar? — mi cara de confusión debe habérselo explicado todo, porque señala a su hermano y se burla de él haciendo que este se enfade y se ponga rojo.
—Se suponía que Alan debía de estar esperando una hora antes. Ese es el protocolo.
Miro an Alan que está rojo dándole golpecitos a su hermano y me da un poco de pena.
—Ha sido puntual; la que he llegado tarde soy yo —miro an Alan, que sonríe con timidez.
—En realidad he llegado cuatro horas antes, lo que pasa es que...
—Sí, sí, vete ya un rato a jugar --el chico rubio le da una palmadita a su hermano en la espalda. Alan le saca la lengua, se despide de Mía y me dice adiós con la mano.
—Aún no me has dicho tu nombre —dice, mientras me ayuda a llevar la maleta y comenzamos a andar hacia la fortaleza.
—Soy Freya.
—¿De dónde eres? Supongo que no vienes de ningún país costero, no parece que hayas tomado mucho el sol. —entiendo que, comparado con muchos otros que han pasado algunos días en la playa soy como un fantasma.
—Vengo de Inglaterra, que, por cierto, tiene playas.
—Ah, Inglaterra, ¿De Londres?
—No, de un pueblo perdido cercano a Oxford, no he tenido tiempo de ir a la playa este verano—suspiro, mientras miro a mi alrededor —¿Cómo es que no hay ningún padre en esta zona? Y, ¿Cómo es que un niño pequeño era el encargado de llevarme hasta aquí?
El chico gira sobre sí mismo y analiza su alrededor, como si necesitara comprobar que lo que digo es cierto.
—Los padres sólo pueden llegar hasta la zona de desembarque; está prohibido que entren aquí. Es costumbre que los de tercer año lleven a los alumnos nuevos hasta el internado; es una especie de tradición... Alan debería de haberte explicado eso, pero es demasiado despistado. A cada niño de tercero le ha tocado ser el guía de un alumno nuevo; yo ya sabía que vendrías; Alan estaba ilusionado —saca una llave del bolsillo y me la da — . Esto es tuyo, te llevo a tu habitación.
Llegamos a la entrada del lugar donde muchos alumnos merodean entrando y saliendo. Las puertas son enormes y están abiertas de par en par.
—Tu gato es muy bonito —comenta el chico mientras entramos al edificio, que no me decepciona en absoluto.
Si el exterior era alucinante esto es otro nivel. Hay cristaleras por todos lados; el techo es altísimo y de él cuelgan lámparas enormes; todo es sencillo y bonito; el blanco predomina, todas las paredes están hechas de mármol; toda la estancia está alumbrada con luz natural que entra a través de las enormes ventanas. Esto es realmente un palacio. Miro hacia abajo y aprecio la bola de pelo gris y negra a la que suelo llamar gata.
—Gracias, se llama Mía, y es hembra.
—Mía...—repite para sí mismo mientras observa al animal— Tiene mucho pelo, aunque debes de tener tú más calor que ella; ¿Cómo llevas tanta ropa?
Avergonzada, observo mi jersey de manga larga, mis botas negras y mis vaqueros largos.—No sabía que haría este calor.
El chico sonríe y durante unos segundos aprecio su rostro; es angelical —. No me has dicho cómo te llamas.
—Soy Erik. Voy a noveno. —El mismo curso al que voy yo.
—¡Yo también! —exclamo, sintiendo por fin un poco de tranquilidad—estaba angustiada por si no conocía a nadie —pienso en Alan y rectifico —. Bueno en realidad he conocido ya a tu hermano. Somos amigos.
Erik vuelve a reír con dulzura.
—Las clases empiezan dentro de una semana; te habría dado tiempo de conocer a alguien más igualmente. Como a tu compañera de habitación.
—¿Habitaciones compartidas? No tenía ni idea.
—Parece que no tienes idea de nada en realidad, ¿Sabes acaso dónde estás? —cuestiona, mientras subimos por unas escaleras blancas y enormes hasta la que creo que es mi habitación.
—Obviamente —nerviosa, comienzo a recitar la información que me aprendí de memoria la semana pasada—. En el internado Belladona. Uno de los más prestigiosos y exclusivos del mundo. Uno no puede acceder aquí con buenas notas; en realidad las notas dan igual. Lo único que hace falta es ser un Verne, es decir; poder comunicarte con la otra dimensión...
Echo un vistazo a mi cuello, el colgante se encuentra en su sitio.
—Parece que has estudiado —señala una puerta detrás de él y suelta mi maleta —Esta es tu habitación. Si necesitas cualquier cosa, estoy en la habitación 345.
Erik se va, pero no sin antes darme su teléfono. ¿Cómo que habitación 345? ¿Cuántas habitaciones habrá? Y encima son compartidas.
Me planto frente a la puerta, preguntándome cómo será mi compañera de habitación; con suerte podré hacer una amiga aquí.
Sujeto mi colgante y aprecio mi reflejo en el pequeño y alargado espejo. ¿Qué estará haciendo Sam? Pienso en llamarla, pero alejo esa idea de mi cabeza rápidamente. No pienso insistirle en que vuelva cuando ha sido ella la que ha decidido marcharse por cuenta propia.

Volverá, siempre lo hace.

Cojo a Mía en brazos y me preparo para conocer a mi nueva compañera de habitación; no sin percatarme antes de que mi habitación es la 456.

FRENESÍDonde viven las historias. Descúbrelo ahora