No era lo mismo sin Eskander.
Ni Damon ni Gabriel se habían quejado, tal vez porque ahora el primero tenía un cuarto para él solo y Gabriel ya contaba con un baño limpio la mayor parte del tiempo, pero habría apostado lo que fuera a que lo echaban de menos, y no por su encantadora personalidad, sino porque era el que jugaba con Damon al ajedrez y discutía con Gabriel en el sótano.
Gabriel no había tardado tres días en reparar el sótano. Era el segundo mes, y afortunadamente no se había movido al resto de la casa, pese a haber mencionado querer cambiar las tuberías de los baños, el fregadero de la cocina y los muebles en la sala.
Cuando bajé una tarde a buscarle, descubrí que, con sus manos desnudas, estaba arrancando la pintura que cubría los ladrillos. Me quedé mirándolo desde el último peldaño de la escalera: de rodillas en el suelo, se ensuciaba los jeans de polvo, de gotas de agua y pintura seca; no usaba camiseta, por lo que pude apreciar un poco mejor sus cicatrices y hendiduras en los brazos y los costados. El sudor relucía sobre su frente. No obstante, sus manos cubiertas de cal seguían rascando y arañando el muro.
—¿Quieres comer?
Llevaba desde las cuatro de la mañana pegándole con el cincel a la pared. A unos metros de él, vi varias cajas de cartón apiladas, llenas de bolsas de basura y de harapos, y me pregunté si había olvidado sacarlas a la calle.
—No tengo hambre.
—Pero llevas aquí muchas horas.
—Ya casi acabo —sentenció—. Oí a Damon toser y... En la casa, se enfermaba todo el tiempo por culpa de las duchas. Cuando vivimos en Swindon, le dio neumonía por culpa de los colchones. Casi se muere. Y es culpa de esta mierda.
Analicé la pared, pero no vi nada. Aunque era cierto que la lluvia humedecía el muro, estas no afectaban a las tuberías, ni impregnaba la casa de un mal olor, ni se filtraba el agua. Tampoco existía moho, como él aseguraba.
—Damon está bien —le aseguré.
—Le estoy salvando la vida.
—Deberías cubrirte la boca.
—Estoy bien, muñeca.
—Te están sangrando los dedos —apunté.
Y Gabriel, árido, liberó una risa entre dientes.
—No me duele.
Le pedí que se bañara en cuanto acabara, porque era capaz de pasar toda la tarde y noche siguiente ahí, en el sótano donde yo almacenaba cosas viejas y cajas que me habían donado, y se dormiría en el suelo. Al final, él caería enfermo.
Regresé a la mesa del comedor. Eran las siete de la tarde y Damon por fin había salido de su dormitorio para hacer té. Me miró de reojo mientras sostenía la tetera, pero no dijo nada. Probablemente, por mi falda ajustada hasta las rodillas y el cárdigan rojo, dedujo que llegaba de dar clases en la escuela, cansada como de costumbre.
—¿Hay té para mí? —quise saber, y él asintió.
—Sí. ¿Estás trabajando?
Sobre la mesa del comedor, yo tenía mi portátil abierto. Elaboraba una clase para los niños: repasaría los ejercicios que haríamos en la pizarra, un juego musical y vocabulario con enormes tarjetas de plástico.
—Algo para mis niños —expliqué en voz baja, regresando a mis materiales; abrí el libro de clase y, a toda velocidad, paseé la vista sobre los ejercicios orales.
Necesitaba descansar.
Pero Damon se acercó con una taza de té para mí y, aunque creí que se iría, permaneció de pie a mi lado, rígido, como una columna de marfil. Y tras unos segundos de fingida ignorancia ante su presencia, desvié los ojos de la pantalla para recorrerlo desde los viejos jeans negros hasta el cabello estropeado que le rozaba los hombros.
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𝐆𝐚𝐛𝐫𝐢𝐞𝐥 #2
RomanceÉl vivía atormentado. Ella deseaba rescatarlo. ************************ Toda la vida de Anne Weathon se resume a ayudar a los más necesitados. En los orfanatos y albergues, se siente en casa. Pero un día se encuentra un niño en el metro que pertenec...