PRÓLOGO (3)

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Clic.

Piper se despertó con un gemido y, a juzgar por el suave color morado del cielo y por lo cansada que estaba, supuso que apenas acababa de salir el sol. Se quedó tumbada un momento, con la mente todavía aturdida, intentando discernir qué había perturbado su sueño.

Clic.

Se frotó los ojos con ambas manos y se sentó en la cama, después buscó el camisón para cubrir su desnudez. Miró el reloj de encima de la repisa y vio que sólo hacía dos horas que se había ido Adam. Ella confiaba en poder dormir hasta bien entrado el mediodía y seguía teniendo intención de hacerlo; en cuanto se hubiese ocupado de su recalcitrante pretendiente. Fuera quien fuese.

Tembló de frío al acercarse a la ventana, contra la que seguían impactando los guijarros con su correspondiente ruidito. Piper apartó la cortina y miró hacia su jardín trasero. Suspiró resignada.

—Ya que no voy a poder dormir, mejor que sea por alguien tan guapa como tú.

La marquesa de Grayson sonrió al verla. Alex iba completamente despeinada y tenía los ojos enrojecidos. Le faltaba el pañuelo y llevaba el cuello de la camisa desabrochado, dejando al descubierto la piel de su pecho. Al parecer, también había perdido la chaqueta y Pipes no pudo evitar devolverle la sonrisa.

Alex le recordaba muchísimo a Pelham cuando lo había conocido, nueve años atrás. Durante un tiempo ella había sido muy feliz con él, a pesar de lo poco que duró esa época.

—¡Oh Romeo, Romeo! —recitó, sentándose en el alféizar de la ventana—. ¿Dónde estás, Rom...?

—Oh, por favor, Pipes —la interrumpió ella con una de sus risas tan profundas—. Déjame entrar, ¿quieres? Aquí fuera hace frío.

Ella negó con la cabeza

—Al, si te abro la puerta, todo Londres lo sabrá antes de la cena. Vete antes de que alguien te vea.

—No pienso irme, Piper. Así que más te vale dejarme entrar si no quieres que monte un espectáculo.

Ella vio el modo en que Alex apretaba la mandíbula y supo que hablaba en serio. Bueno, tan en serio como era capaz de hablar ella.

—Entonces ve a la puerta de delante —claudicó—. Seguro que ya hay alguien despierto y te abrirán.

Se levantó del alfeizar, cogió una bata blanca y, saliendo del dormitorio, entró en su cuarto tocador, donde descorrió las cortinas para dejar pasar la pálida luz rosada de la mañana. Esa habitación era su preferida, con aquellos tonos marfil y los muebles con acabados dorados de primera clase. Pero lo que más le gustaba no era la paleta de colores, sino el enorme retrato de Pelham que colgaba de la pared del fondo.

Cada día se detenía frente al cuadro y se permitía recordar durante un segundo lo mucho que lo odiaba por haberle roto el corazón. El conde, evidentemente, se mantenía impertérrito, con la sonrisa de la que ella se había enamorado inmortalizada en su rostro para siempre. Cuánto lo había amado y adorado, del modo en que sólo puede hacerlo una niña. Pelham lo había sido todo para ella, hasta que una noche, mientras asistía a un concierto organizado por lady Warren, oyó a dos mujeres hablar acerca de las proezas sexuales de su marido.

Apretó la mandíbula al recordar el incidente y todo el resentimiento de antaño afloró a la superficie. Habían pasado casi cinco años desde que Pearson recibió su merecido en un duelo por una de sus amantes, pero a Piper continuaba doliéndole la traición y la humillación.

Oyó que alguien golpeaba suavemente la puerta y, tras dar permiso para entrar, ésta se abrió y apareció su mayordomo a medio vestir.

—Mi señora, la marquesa de Grayson solicita unos minutos de su tiempo. —El hombre se aclaró la garganta—. Está esperándola en la puerta de servicio.

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