Capítulo 8

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Piper cerró despacio la puerta del tocador y se dirigió sigilosa hacia la escalera. Alex seguía en la bañera, con sus preciosos labios esbozando una victoriosa sonrisa. Ella creía que la había seducido por completo y quizá había sido así. Era innegable que esa mañana se movía de un modo distinto, que su cuerpo estaba más lánguido y relajado. Saciado. Enloquecido.

Arrugó la nariz. Qué pensamiento tan horrible.

Ahora le resultaría mucho más difícil mantener las distancias con ella. Ahora Alex sabía lo que podía hacerle, cómo podía tocarla, cómo hablarle para hacerla enloquecer de deseo. A partir de ahora estaría insoportable, seguro.

Esa misma mañana, le había costado horrores abandonar su cama. Era una mujer insaciable. Si pudiese salirse con la suya, Piper estaba segura de que jamás abandonarían la habitación.

Suspiró, pero el sonido se asemejó más a un gemido de dolor. Los primeros meses de su matrimonio con Pelham habían sido parecidos. Él la sedujo incluso antes de pronunciar los votos. El atractivo conde de cabello dorado y mala reputación la había atrapado en una red de deseo, apareciendo en todas partes donde ella estaba. Más adelante, Piper se había dado cuenta de que no había sido a causa del destino, como su estúpido corazón había creído. Claro que en esa época todo parecía indicar que Pelham y ella estaban hechos el uno para el otro.

Sus sonrisas y sus guiños le crearon la sensación de que entre los dos existía algo especial, que compartían un secreto. Ella, la muy tonta, pensó que era amor.

Recién salida de la escuela, las atenciones amorosas de Pelham la sobrecogían, como por ejemplo que le pagase a su doncella para que le entregase notas secretas.

Aquellas breves líneas escritas con su caligrafía masculina tuvieron un efecto devastador:

Estás preciosa vestida de azul. Te echo de menos.

Pienso en ti todo el día.

En cuanto se casaron, Pelham se folló a su doncella, pero en esa época, Piper creía que la adoración que la muchacha parecía sentir por el atractivo noble era señal de que ella había elegido un buen marido.

La semana anterior a su baile de presentación en sociedad, Pelham trepó por el olmo que había junto a su balcón y se coló en su dormitorio. Piper estaba convencida de que sólo el amor más puro podía haberlo inducido a cometer tal temeridad. Él le susurró en la oscuridad con la voz cargada de deseo, mientras le quitaba el camisón y le hacía el amor con la boca y con las manos.

«Espero que nos pillen. Entonces seguro que serás mía.»

«Por supuesto que soy tuya —le susurró ella, embriagada al descubrir el orgasmo —. Te amo.»

«No hay palabras para describir lo que yo siento por ti», le contestó él.

Tras una semana de encuentros clandestinos a medianoche, en los que él le enseñó lo que era el placer, Pelham consiguió que ella le suplicase. La consumación, durante la séptima noche, le garantizó al conde que iba a ser suya.

Piper fue presentada en sociedad sin pasar por el mercado matrimonial y, aunque su padre habría preferido casarla con un noble de más alto rango, no se opuso a la elección de su hija.

Sólo esperaron el tiempo necesario para que se publicasen las amonestaciones y, después de la boda, se fueron de la ciudad para pasar la luna de miel en el campo. Una vez allí, Piper se sentía feliz de estar todo el día en la cama con Pelham, levantándose sólo para bañarse y para comer, deleitándose en los placeres carnales, tal como Alex quería hacer ahora.

Las similitudes entre los dos no podían ser ignoradas. Y mucho menos cuando al pensar en ellos a Piper se le aceleraba el corazón y le sudaban las manos.

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