❂ capítulo treinta y seis ❂

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JAEKHAR




"¿Alguna vez ha sido rechazado, alteza?"

No. Ciertamente Jaekhar no lo había sido.

¿Por qué habría lo que era el rechazo? Él era el primer hijo del rey, el niño que nació después de una guerra, de un terrible caos lleno de muerte. Él era el heredero al trono. El próximo líder de Goré. El siguiente gran Kargem.

Su vida había girado en torno a la corona desde el día que sus padres lo llevaron a la antigua explanada de dragones y los hizo a todos rugir al unísono. Cuando creció y adoptó la complexión de Frareh. Cuando escuchó todas y cada una de las historias; las de sus padres, las de sus abuelos, vaya, incluso las del primer rey en la dinastía. Él siempre había sido visto como la figura encarnada de la esperanza para su pueblo, para su familia.

Jaekhar Akgon era el príncipe dorado.

Era alto y fuerte; apuesto, carismático, nunca nadie se aburría de su presencia. Sus padres se pavoneaban por todo el salón durante las fiestas, llevándolo de lado a lado mientras repetían lo orgullosos que estaban de él. Lo grande, lo fuerte, el excepcional guerrero que era. Su hermana lo adoraba, sus primos casi besaban el suelo que pisaba. Los cortesanos y los consejeros lo veían con añoranza, con satisfacción, sabiendo que el día en que Jaekhar se sentara en ese trono, estarían bien porque él se encargaría de eso.

Amaba su ciudad, su reino. Moriría peleando por si el si así debía.

Pero lo que no todos sabían, es que Jaekhar también estaba aterrado.

Lo había estado en el momento en que su padre había puesto ese anillo en su dedo. Esa promesa, antes de dejar Dragonscale, en la que él volvería con un título ondeando sobre su cabeza como si no fuera la viva representación de todos sus miedos e inseguridades.

Heredero.

Lo sabía. Siempre lo supo de alguna manera. Lo que sería, en lo que se convertiría cuando cumpliera la mayoría de edad. Todos habían hecho un magnífico trabajo recordándoselo todos los días de su vida. Y no era que él no lo quisiera, de hecho, lo quería tanto, que no había ningún momento en el que no se esforzara por conseguirlo.

Empezó a entrenar de niño porque tenía la fantasía de convertirse en un caballero glorioso, que lo bañaran en flores y halagos. Que fuera invencible.

Pero muy pronto se encontró siendo un joven adolescente. No supo en qué momento exactamente había dejado de ser un niño, pero de pronto tenía todos esos pensamientos que tenían sus propios pensamientos. Sueños que no dejaban de crecer, pero que ahora se volvían más distantes. Y nervios. Estaba nervioso sobre todas las cosas. Porque tenía que hacer un buen trabajo. Tenía que esforzarse constantemente. Ser inteligente, paciente, generoso, responsable.

Él quería serlo. Con todas sus fuerzas.

Pero no estaba solo. Sus padres estarían ahí para guiarlo. Daerys lo acompañaría en cada paso, le recordaría lo idiota que era sin ninguna pizca de miedo, así como Sander, quien era su mano derecha, el escudo que siempre lo protegería de cualquier ataque inesperado, el que le patearía el trasero si el poder se le subía a la cabeza. Eran su balanza, lo que lo mantendría con los pies en la tierra.

Y quería volver a casa.

Añoraba el calor y olor de la playa. Sus costas doradas, el tono brilloso que obtenía la arena en la última hora de la tarde, cuando el sol estaba a punto de perderse en el oeste. Echaba de menos los altos muros del Krestum, las magníficas vistas desde los ventanales de piso a techo. Las voces de sus tías, los regaños de su Padre, las risas de su hermana.

Drakhan NeéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora