2 | Es posible que alguien se sienta así

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Le di varias vueltas al asunto pero al rato terminé concluyendo que aquel mensaje, por alarmista que pareciera, no era asunto mío y lo eliminé de la cabeza

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Le di varias vueltas al asunto pero al rato terminé concluyendo que aquel mensaje, por alarmista que pareciera, no era asunto mío y lo eliminé de la cabeza. Al fin y al cabo, esa aplicación no era más que un cajón de estupideces y lo más probable fuera que el aviso se tratara de una broma (de pésimo gusto pero broma al fin y al cabo). Lo intuía porque no era la primera vez que me encontraba con algo así. En el instituto ya había tenido la "suerte" de compartir aula con un sujeto que disfrutaba de lo lindo soltando comentarios parecidos y, tras haberle tomarle en serio muchas veces (demasiadas) y haberme preocupado por su estado otras tantas más, había terminado escaldada y no estaba dispuesta a volver a pasar por algo parecido.

Había gente que quería ser el centro de atención a toda costa. ¿Cómo se les llamaba? Lo había estudiado hacía poco. Ah, sí. Ya. Histriónica, eso era. Había gente histriónica a la que era mejor no atender y, con eso en mente, me dediqué a disfrutar de la comida, empecé a preparar el trabajo de Técnicas de Persuasión que tenía que presentar en una semana, fui a clase de piano (aunque no sé ni para qué porque soy un desastre con las teclas) y, entre medias, me descentré no sé cuantas veces con los incesantes cuchicheos de mi alrededor en torno, cómo no, a la "aplicación de los deseos mortuorios". Que si uno había puesto que quería encontrar el amor, que si otro que la chica que le gustaba le hiciera caso, que si un tercero ansiaba bañarse en dinero y otro ser el mas guapo de entre todos los guapos...

Alucinante.

Era totalmente alucinante. En donde quiera que pusiera la vista, ya fuera en la pecera de estudios, en la parada del autobús o en las cafeterías por las que pasaba, el mundo parecía haberse detenido, absorto en la satisfacción de los anhelos previos a una hipotética muerte y en intentar descubrir los ajenos, y yo no podía evitar sentirme el bicho raro que rechazaba lo que todos admiraban con fascinación. Y la cosa no quedó ahí porque cuando llegué a casa, cansada tras haber tenido que ayudar en el restaurante por culpa del impresentable de Jung Kook (dejar plantada a la gente era, junto con el exceso de amor propio, su especialidad), encontré a a mi madre en la mesa de la cocina, bebiendo té de frutas con los ojos también pegados al móvil y estuve a punto de colapsar.

—¡Oh, Vero, ya estás en casa! —Levantó la cabeza, lo justo para revisar que todo estaba en orden y volver a perderse en la pantalla—. ¿Y tu padre?

—Sigue en el almacén. —Me quité los zapatos y, con la mosca detrás de la oreja, me acerqué y me serví una taza—. Mamá, ¿qué estás viendo?

—Ah, nada, nada, solo es una aplicación que me han recomendado —dijo, sin darle ningún tipo de importancia—. La he descargado pero no entiendo cómo funciona. Veo muchos mensajes que no sé de dónde salen y quiero escribir algo pero, por alguna razón, no puedo.

Le di un enorme trago al té. Increíble que hasta mi madre, anti tecnología y defensora de la llamada telefónica tradicional, se la hubiera descargado. Increíble.

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