#4. Alucinando silencios

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Ansiaba construir un mundo paralelo en su mente, para así, aunque solo fuera por un mísero santiamén, evadir la nube negra que desde siempre había estado amargando su existencia. Han sido años de convencerse a sí misma de que su corazón debería dejar de latir a ese ritmo tan frenético cada vez que estaba sujeta a soportar los recuerdos. Recuerdos que nunca la abandonaban, obligándola a volver una y otra vez a esos momentos cuando ella era feliz, dentro de su burbuja, sin saber que todo el mundo conspiraba cómo apagar sus ilusiones.

El protagonista de sus alucinaciones desde siempre había sido él.

La persona que cerraba los ojos ante la maldad, que no concebía el hecho de dañar a otros, pero que a ella si la había empujado al borde de un acantilado.

El ser inmune a sus súplicas, a sus gritos de auxilio, el mismo que decidió enmudecer ante la justicia cruel.

Se había encargado de recetarle inyecciones de soledad, que año tras año, completaban una tragedia y empezaban a escribir otra y ahora, para colmo, pretendía agarrarla de la mano para que juntos vieran cómo el castillo de naipes que él había armado con sus mentiras, poco a poco se estaba desmoronando.

Debería darle vergüenza tener esa grandeza representada por su altura física, pero ser tan minúsculo a la hora de enfrentar sus propios demonios.
Podría darle mil argumentos del porqué era un cobarde, pero todo era tan inútil. Tenía dientes para morderlo, uñas para arañarlo hasta que le salga sangre y demasiadas palabras atoradas en su garganta que lo harían sentirse como un gusano. No sabía qué hacer, estaba confundido y vagaba ciegamente por el pasillo oscuro de sus pensamientos sin saber quién era y dónde estaba.

Lo peor de todo es que el amor que un día entrelazó sus miedos en una trenza perfecta, hoy los obligaba a dejar para mañana el no pensar el uno en el otro. El tiempo los estaba echando a perder, y en vez de reclamar por el pasado, debían buscar una solución a su amargura o terminarían siendo un libro viejo, olvidado y con muchísimo polvo encima.

                          [.....]


- Voy a terminar de destruirte, antes de que te vuelques en mi contra - decía mientras arrojaba la copa de whiskey al retrato que durante años había sido su refugio. - Viví para darte un nombre y créeme que llegué a verte como si fueras ella. Lástima que entendí tarde que sólo eres una sombra de lo que quise tener, pero me lo arrancaron de los brazos - en un movimiento rápido agarró el encendedor que descansaba sobre un mueble y le prendió fuego al objeto, mismo que en cuestión de segundos se transformaba en cenizas, ya que anteriormente la empleada doméstica le había roto el vidrio protector.

Esa mujer era un espejismo. Una mentira más grata que la realidad en sí, ya que esta era triplemente más dolorosa. Un refugio vacío, que llevaba años coleccionando las lágrimas de la familia Lombardo.
Unos venían a venerar la imagen de una madre inmaculada, la que había partido prematuramente.
Otros a vanagloriarse de su maldad y celebrar su triunfos.
Terceros repasaban la fotografía con tremenda tristeza y trataban de tapar huecos, poniendo un ramo de alcatraces, debajo de esta, cada semana.

¿Él?

Él pasaba eternidades soñando despierto en frente de aquel cuadro. Ahí, podía dejar atrás los reproches de un pasado tormentoso y despintar su mundo que estaba plagado de días grises. Estaba permitido esperar que ella regresara de las tinieblas y lo volviera a marcar con su fragilidad.

- ¡Esteban! - venía bajando las escaleras, seducida por el intenso olor a quemado que se extendía por toda la sala. - ¿Q-Qué has hecho? - ojeó el humo que le estaba inundando las fosas nasales, queriendo hacer algo para apagar el fuego, pero su intento fue interrumpido por las manos masculinas que la abrazaron por detrás.

Colección de historias: La MadrastraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora