#31. Jaque mate

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La mansión estaba pintada de oscuridad, misma que protagonizaba un escenario tranquilo, quizá un poco tétrico y con cierta dosis de inquietud escondida en las paredes.

El silencio sepulcral causaba molestias en el poco ruido provocado por la chimenea, cuyas llamas anaranjadas ardían con una devoción exquisita y cumplían a la perfección su papel: emanar calor.

Calor que, inevitablemente, relajaba las expresiones faciales del hombre que estaba sentado en aquella espaciosa sala. Su rostro, a pesar de parecer armonioso, ocultaba un gran sentimiento de amargura. Tendido ahí, con la camisa arremangada y el pelo revuelto, abandonaba su estricta postura empresarial y podía dejar de fingir indiferencia.

Con los años aprendió a lidiar con la soledad de una manera soportable, ya sea creando historias imaginarias en su cabeza en las cuales ella no se esfumaba en el aire, ya sea alucinando que ella aún estaba impregnada en su piel, o simplemente ahogándola en incontables copas de alcohol.

Últimamente, elegía aprovechar las pocas ocasiones que tenía para estar solo para poder pensarla en paz, sin que nadie le recrimine por ser tan débil ante la pelirroja. Por esa razón amaba observar cómo la madera se convertía en cenizas gracias al fuego y asociar esa acción con ellos dos.

Ella - el fuego ardiente.

Su color de cabello cuando brillaba expuesto al sol; sus ojos cuando luchaban por no rendirse; su corazón cuando defendía sus principios.

Él - las cenizas indefensas.

Cuando se rehusaba a seguir sintiéndose profundamente vacío.

Su aparente calma se vio opacada por unas risas provenientes de afuera y el distintivo sonido de cuando una llave gira dentro de una cerradura. Seguidamente, se escuchó el taconeo de la ojiverde y un quejido de sopresa al encontrar la casa completamente a oscuras.

- ¿Por qué apagaste las luces? - distinguió claramente la silueta de su esposo, dejó su bolso sobre el taburete y se acercó a él.

- Costumbres - hizo un ademán para restarle importancia y le suplicó con la mirada que desista de su idea de usar el interruptor de luz.

- ¿A oscuras y con una copa de vino en manos? De esto no puede salir nada bueno - arrugó el entrecejo y se sentó al lado del moreno, intentando descifrar sus pensamientos. - Dame, deja eso y mejor cuéntame qué sucede - instintivamente dirigió su mano izquierda para quitarle el vaso y el roce que duró apenas unos segundos le causó un leve escalofrío.

- Para variar, discutí con los niños y no medí mis palabras, Lucía salió hecha una fiera y Hugo se encerró en su cuarto dando portazos a diestra y siniestra - explicó, con el rostro escondido entre sus manos. - Ya no sé qué hacer con ellos, me arrepiento tanto de ser una pésima influencia en su proceso de crecimiento.

- Creo que te estás juzgando muy duro, en vez de reprocharte, más bien, aprende a escucharlos y a comunicarte de una manera sana con ellos - le regaló una mirada reconfortante, algo que juzgando por la reacción de él, evidentemente no se lo esperaba. - Los tres tienen un carácter difícil, es comprensible que en situaciones se lleven de la patada, pero todos hablan en castellano, no en chino - rió en voz baja, logrando cortar un poco la tensión entre ambos.

- ¿Fuiste psicóloga en tu vida pasada?

- Soy madre y las madres siempre tenemos una sensibilidad superior a la de los padres, raramente solucionamos los problemas a la fuerza.. Y tú, por lo visto, te has encargado de ir con la cabeza contra la pared en repetidas ocasiones y así no se puede - aconsejó, animándose a tomar las manos de su esposo entre las suyas.

Colección de historias: La MadrastraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora