#32. Guerra de vicios

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Traía una especie de obsesión con ella, una tan desgastante y aterradora, que ni yo mismo era capaz de entenderme. Me comportaba como un auténtico loco; por más que intentaba alejarla, más disfrutaba que ella ejerciera su poder sobre mí y me encerrara en este maldito círculo tóxico.

Era una guerra de vicios.

Por un lado me enviciaba el dolor de no tenerla, de sentirla lejana e inalcanzable; bebía incansablemente los restos de mi orgullo herido y masticaba los estragos de mis lágrimas contenidas.

En la otra cara de la moneda, estaba esta sensación tan contradictoria de ser alguien tan libre como un pajarito dentro de una jaula; el vicio de sus torturas exquisitas y el deseo de que me atrape en sus garras para no dejarme ir jamás.

Me seducía - no solo en el sentido más burdo de la palabra.

No sé si lo hacía sin proponérselo o yo era el único ingenuo que caía en su tramposa inocencia. Me provocaba con su cuerpo escultural, pero también con su mente entrenada para quitarme los miedos.

Sus dotes de seducción se basaban en acciones de naturaleza primitiva, mezcladas con miradas cálidas capaces de derrocar la frialdad de mi iglú.

Cuidaba de mi de una manera extraña y eso me hacía retroceder cada vez que tenía planes de destruirla por completo.

Volver a amarla era idéntico a auto-dispararme en la sien y a estas alturas poco me importaba morir, porque peligrosa es la mujer que seduce con el cuerpo y letal la que seduce con la mente.

- Pensé que ibas a salir esta noche - soltó, acomodándose los tirantes del pijama, a la par que venía caminando en dirección a la cama.

- Tal vez mañana, estoy muy cansado - respondí observándola de arriba hacia abajo, estaba hermosísima aún estando a punto de dormirse.

Decirle que no pensaba irme esta noche la hizo sonreír, ¿o estoy alucinando?

- Buenas noches - dijo, desarreglando las mantas para segundos después acostarse y apagar la lámpara, dándome la espalda.

- Buenas noches - susurré, reprimiendo un sonido gutural que quería escaparse de mi garganta. - Buenas noches - repetí al clavar mis ojos en su voluptuosa curva trasera y tragué grueso.

Me sentí estúpido por permitir que mis nervios me hicieran tartamudear, pero era inevitable renunciar a mi estabilidad emocional cuando la tenía en bandeja de plata. Su ritmo respiratorio era irregular y podía jurar que a ella tampoco le daba igual tener que compartir lecho conmigo.

Me recosté para inspeccionarla con mayor descaro, para acto seguido recorrer su figura con mi mano izquierda, no teniendo la valentía suficiente como para tocarla. Me dediqué a escucharla respirar para ver si algo en su respiración me servía de empujón para terminar de animarme a sentir la textura de su piel, pero no había nada.

Ni un murmullo, ni un lamento, ni mi nombre saliendo de sus labios.

Sólo mis deseos descalzos de hacerla mía y el déficit de cordura que tenía para no martirizarme más. Entre nosotros, el silencio siempre funcionaba mejor, porque nuestras palabras hundían hasta la atracción que todavía seguía latente.

Decidí irme a dormir al sillón, pero a penas giré para levantarme, ella pronunció algo en voz baja y yo me congelé.

- La cama es más cómoda - murmuró, volteando a verme con expresión divertida ya que yo reaccioné como un niño cuando lo descubren haciendo una travesura. - Quédate aquí, no tengo ningún problema con eso, somos adultos al fin y al cabo. Podemos controlar lo que nos sacude por dentro ¿o no? - alzó la ceja y arrugó los labios, algo que yo interpreté como si quisiera que le confesara algo o como si ella estaba tratando de convencerse a sí misma de que no pasaba nada.

Colección de historias: La MadrastraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora