#27. Más allá de la muerte

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Tachar números en un calendario podría parecer una acción simple, sosa e insignificante, pero para la dueña de esos ojos tristes y apagados, era una herramienta bastante útil para no terminar de volverse loca.

Dos cientos setenta y cuatro días habían transcurrido desde que su corazón se cerró para siempre.

Echó un último vistazo al espejo antes de retirarse de aquella habitación lúgubre, solo para admirar su aspecto de mujer demacrada y ojerosa, vestida de un traje formal negro. Agarró su bolso que contenía un llavero, su celular y un paquete de toallitas desechables y emprendió el corto viaje de la mansión hacia la parte trasera del garaje donde estaba aparcado su coche.

Manejó sin ganas en dirección a su destino rutinario, un lugar
el cual visitaba cada mañana, quedándose allí por horas, mirando el punto donde el cielo y la ciudad se convertían en uno solo y dando su famoso monólogo que consistía en varias oraciones aprendidas a memoria. En días un poco menos deprimentes escuchar su voz aún sin escucharla, no la hacía sentirse tan perseguida por sus recuerdos. A veces sonreía, acariciando la frialdad del mármol y hacia diferentes comparaciones entre lo que sucedía en la naturaleza y los sentimientos que la abarcaban en ese preciso instante.

Hoy era uno de esos días destinados a tocar fondo sin siquiera sentir una pizca de ganas de salir a la superficie. De alguna manera, se había vuelto adicta a los dolores que nunca dejaban de doler y a contar los minutos hasta que llegue la hora de un posible reencuentro.

Hoy era un día de aspirar la aunsencia.

Helada, grisácea y descalza.

También de odiar la agonía. 

Inolora, insonora e incolora.

- Prefería contar los segundos lejos de ustedes cuando estaba en aquella prisión - aseguró en un tono inexpresivo, arrodillándose cerca de la lápida y sin importarle que la tierra le manche el pantalón. - ¿Tanto te costaba cumplir tu promesa de nunca más dejarme sola? - estrujó una rosa marchita con sus dedos, prosiguiendo a maldecir en voz baja al sentir cómo las espinas de la flor se enterraban en su piel y que una pequeña gota de sangre se derramaba.

Aquello provocó que su sistema de alarma interno se encendie, que el recuerdo menos favorito de todos busque la manera de manifestarse en su cabeza y que ella, finalmente, se rinda ante el ataque de lágrimas que picaban la comisura de sus ojos.

**

- ¿Por qué, por qué hiciste eso, Esteban? - interrogó la pelirroja, experimentando la sensación de que el corazón se le salía por la boca al ver al amor de su vida tendido en el suelo, completamente ensangrentado.

- Nunca voy a volver a dejarte sola, perdóname, por favor, por haberlo hecho antes, perdón - pronunció con suma dificultad, su cuerpo estaba agujereado a causa de cuatro impactos de bala y la presión que las heridas ejercían sobre sus órganos internos le advertía que no le quedaba mucho tiempo. - Me cegó el dolor y los celos, pero nunca dejé de amarte, Marcia. ¡Nunca!

- Yo tampoco, nunca dejé de amarte - admitió, sosteniéndole la cabeza con las manos y mirándolo fijamente. - Yo te perdono, mi amor, pero no te vayas - suplicó en un hilo de voz e hizo un sonido nasal para ahuyentar las lágrimas que le impedían respirar correctamente.

- Prométeme que no te dejarás vencer y que cuidarás mejor a nuestros hijos de lo que lo hice yo - acarició su mejilla, viendo de reojo que los jóvenes se acercaban a ellos y gritaban desesperados.

- Mamá, mamá, ¿qué pasó? - chilló Lucía, lanzándose al piso seguida de su hermano que se había ubicado a un costado de su madre.

- Llegan justo a tiempo para poder despedirnos - murmuró con la poca fuerza que le quedaba. - Perdónenme por haberlos alejado de su madre, por haber sido tan cobarde de abandonarla y no creer en su inocencia - los niveles de energía vitalicia disminuían con cada segundo que pasaba, su corazón bombeaba cada vez más lento.

Colección de historias: La MadrastraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora