¡Hija de puta!
Estar en el puerto es como estar en cielo. No he ido, pero estoy seguro de que si es como lo pintan los sacerdotes, el puerto es lo más parecido que se puede encontrar en la tierra. Este río inmenso que extravió su otra orilla, refleja el azul del firmamento, haciendo ver a los barcos navegar sobre el mismísimo cielo.
Recuerdo que cuando era apenas un niño, odiaba comer pescado, no porque no me gustara, sino porque creía que la única razón lógica de que los mares fueran tan salados, era porque cuando pescaban un pez, la familia del pececito lloraba por su pérdida, y todas sus lágrimas tornaban salada el agua. Esa ingenua idea surgió cuando tenía cuatro o cinco años y me hablaron del mar muerto. Me dijeron que era tan salado que no existía ningún ser vivo allí. Lo que pensé fue que habían atrapado a tantos peces, que sus familias lloraron y lloraron hasta que ya no quedó ninguno. Lanzo una risa inconsciente al recordar esos momentos y al recordar a mamá que no dejaba de verme con ternura en sus ojos y reía mucho con papá al escucharme.
El color predilecto para las casas cerca al puerto es el blanco, produciendo un ambiente tranquilo, y en ocasiones, camuflándolas con las velas de grandes botes que se adentran en el Atlántico. Una de esas casas es la de Samuel. Es de tres pisos, sin contar el ático. Bastante grande sabiendo que sólo viven allí él y su padre.
Alrededor de toda la casa tienen grama sintética que la hace lucir muy elegante. Atravieso la puerta y me encuentro con la enorme sala. En todo su centro, colgando del techo una enorme lámpara formada por pequeños cristales que iluminaban toda en ese primer piso. Aunque es muy grande, las lámparas de la Catedral Mayor son diez veces más grandes, y están al triple de alto. Bajo la lámpara están Samuel y mi novia, Nicole, ambos sobre el suelo, apoyando sus brazos en la mesita de centro, mientras observan algo como un libro. Me acerco a ellos. Samuel aún sigue siendo más alto que yo, pero ahora mantiene su cabello un poco más largo que cuando le conocí. Allí sentada, Nicole sigue igual de hermosa. Su largo y sedoso cabello negro queda a no más de dos centímetros de tocar el suelo. Su esbelto cuerpo de tez blanca con algunas zonas irritadas por las picaduras de los zancudos. Sus mejillas son del color de los tomates en tiempo de cosecha, pues ella es natal de Fauz, una ciudad rural más al norte que la capital. Es una de las zonas más altas del país, por lo que el frío azota de manera impresionante. A pesar del color rojo natural que tienen sus mejillas, se echa sobre ellas rubor. Luego de tres años de novios no pude convencerla de que no necesita tanto maquillaje como ella cree. Sus pestañas son largas y espesas por la pestañina, y sus labios gruesos y rojos por el labial. Aunque debo admitir que eso la hace ver irresistible ante los ojos de cualquiera.
El libro que tienen sobre la mesa es un álbum de fotos nuestras. Ese álbum ya me lo conozco de memoria. Al inicio solo aparecen fotos mías y de Samuel en las canchas de basketball y el instituto. Luego ya aparece Luciana junto nosotros. Más adelante, se unen mis primos Javier y Ángela, aunque sólo están en unas pocas. En las tomas de la universidad aparecen Nicole y Miguel conmigo en los laboratorios de la Facultad.
Tras cada página que pasan sueltan más comentarios de "¿recuerdas cuándo esto?" ó "se veía tan feliz ahí", y los ojos de ambos se nublan por las ganas de llorar. Todo muy trágico.
Después de sentarme a su lado, pasan alrededor de quince minutos hasta que golpean la puerta fuertemente.
¡Abre! ¡Abre!
-¡Voy!-responde Samuel dirigiéndose a la puerta.
Pero la persona detrás no cesaba de golpear. Juraría que he escuchado crujir la puerta por los golpes.
Samuel: ¿Manuela?
Manuela: Miguel, ¡Miguel!
Era Manuela. La que nunca le faltaba la sonrisa pícara en su rostro, ahora tenía lágrimas y mucosidad saliendo de su nariz que intenta limpiar con su brazo derecho mientras balbucea el nombre de su novio.
