-¿En qué punto de la vida dejas de ser tú para ser nosotros, madre?-Le preguntó una pequeña Angie a su madre, que acariciaba con cariño su mentón mientras miraba dormir a sus otros hermanos.
La mujer la miró, admirando la hermosura suave en las facciones aniñadas de su hija más pequeña, también la que tenía más convicción pero la más débil de los cinco, pues Angie siempre cedía sus alimentos a los mayores para que estos no pasaran hambre ni dolores, menos enfermedades.
-Nunca he sido solo yo si desde siempre los he elegido a ustedes por encima de mí- Le había respondido la mujer, sonriéndole con sus dientes rectos y blancos mientras empezaba a acariciarle el cabello.
Angie miró el rostro sonriente de su madre, esculpiendola en su mente con profundo cariño. La miraba con el amor que una hija mira a una madre, y eso, que era, para la mujer, la mirada más honesta que le habían dado, aceleró su corazón a un trote incontrolable.
-Sufres aquí, madre. ¿Por qué nunca te has ido?
La mujer relamió sus labios mientras le prestaba más atención a las palabras de su hija, niña de siete años que era más consciente de los problemas que sus hermanos más grandes. Siempre con esa mirada atenta, observando los pasos para saber cuándo intervenir, que hacer, que decir, cómo actuar.
-Nunca sé dónde terminan ustedes y dónde empiezo yo, cielo. Si los dejo, entonces dejo mi vida en las manos de un hombre malo.- Marcella respondió con sinceridad y se aferró a sus dedos envueltos en el suave cabello color miel de su hija. Este era tan claro que casi pasaba por rubio, pero dejaba de serlo cuando tomaba un tono mostaza al momento en que llegaba al sol y dejaba de brillar como la melena de ricitos de oro.
El cabello de Angie siempre estaba en bucles naturales, tan rizos como los de Yania, tan largos como los de Rebbekah y tan suaves como los de Clean.
Era la mañana del dos de agosto. La pequeña Angie, cubierta en mantas livianas que resguardaban su cuerpo del frio mañanero, felicitó a su madre de una manera cariñosa. Se abstuvo de despertarse más temprano, pues todavía a las siete y media de la mañana, Nathaniel aún seguía en la casa, cambiándose de ropa para salir a su "responsable" trabajo a conseguirle "el pan de cada día" a su "familia".
El hombre vivía de las apariencias y lo que dijera el pueblo. Evitaba a toda costa que la gente notara los golpes y moretones en los cuerpos de sus hijos, también la desnutrición en estos, por lo que les prohibía salir con ropa que dejara a notar las cosas que les faltaban. En la calle era el padre amoroso que se supone debía ser, en la casa el hombre vil y abusador que nadie más veía porque se escondía tras el cemento de las paredes.
La casa era relativamente grande; cinco habitaciones, tres baños, cocina, terraza, patio, despensa y galería. Sin embargo, tres de las habitaciones estaban vacías, nada las llenaba más que las camas siempre despejadas y arregladas, las sábanas y también las cortinas, ropa, y el sinnúmero de juegos que su madre le compraba a sus hijos. Aquellos que preferían dormir en una misma cama que hacerlo por separado, pues se negaban a estar lejos el uno del otro.
La casa siempre estaba limpia, y como no, si desde que el hombre veía un mínimo gramo de polvo mandaba a todos a quitarse la ropa para que limpiaran con estas toda la casa desnudos mientras les gritaba y les echaba más polvo, agua sucia y orina al suelo por el que ya habían pasado el suape. Era mejor evitar el desorden para que este no hiciera de ellos unos cadáveres.
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En las manos de Ángel. (+18) Libro 1
Romance«¿Ella podrá perdonarme?» El libro está siendo editado de manera privada, por lo que los capitulos que estarán viendo por ahora van a ser unos pocos. Pido perdón de antemano, señores y señoras. ---------------------------- El libro contiene un alto...