Aquella mujer volvió a beber esa noche. No imposible, pero si esperado. Se había vuelto una adicta al alcohol, encadenandose a la pequeña dosis de "paz" que este le regalaba.
Aquella mujer quedó desparramada, preguntándose por el paradero de su esposo. Siempre era así luego de la muerte de su hermana; estar sola en su casa, preguntándose dónde estaba él, Alexi, puesto que cada que no estaba un gélido frío se abria paso en la casa.
Siempre había silencio. Ya no había colores, no había sonrisas ni risas, ni un esposo enamorado, ni hijos amorosos. Ya no había en quien contar, ni a quien regañar.
Sus propios hijos le rehuian, o quizá solamente era ella rehuyendolos a ellos. Quien sabe, porque yo, como narradora, no lo sé. Tal vez ella, que en su interior sentía un huracán arrasando con sus intestinos. Debía de ser ella, que no era dueña de sus propias emociones, pero le corría a los sentimientos.
Sentía una mezcolanza de sensaciones que empezaban desde las más dolorosa, la tristeza, hasta la más odiosa, la amargura. Ya nada que pudiera pasar por delante de ella le llamaba la atención y ya nada, que fuera realmente importante, la hacía preocupar.
Se llama depresión, indiferencia hacia si misma. Cayó en el infinito bucle del dolor ensombrecido que robó lo más importante: la felicidad.
Se rió amargamente, dándole un trago largo al whisky más caro que había en la casa. Lo primero fue la quemadura en la garganta, y lo próximo fue la sensación de plenitud.
Sus ojos miraron el techo, embelesados en la lámpara que parpadeaba y regalaba un color tenue y frío a la sala. Luego, simplemente parpadeó. Minutos largos de parpadeos constantes y lentos, mente en blanco y tragos largos.
Y luego se levantó. Sin rumbo alguno, caminando quien sabe a dónde mientras se tambaleaba hacia los lados, ebria de dolor y ebria por el alcohol. Ni siquiera lo notó, pero cuando enfocó ya estaba en el cuarto de los niños y los estaba observando.
Dos camas a los lados, llenas y acolchadas, siendo observadas por esa mala madre. Primero se acercó a la primera cama, donde estaban Gade, Anastasia y Matéo.
Los miró de cerca, acomodando sus sabanas y sonriendo. Se parecían tanto a ella, con sus cabellos oscuros y ojos castaños. Las facciones finas de Anastasia, el cabello crespo y rizado de Gade, la nariz respingada de Matéo.
Suspiró. Se volteó hacia la otra cama, fijándose en Ángel y Emilio, ladeando la cabeza. Se veían tan lindos y pequeños.
Siempre le pareció que se parecían mucho al padre, aunque Ángel se pareciera más. Emilio tenía cabello castaño y ojos verdes. Ángel no.
Y lo observó, mucho tiempo, demasiado tiempo. Extrañaba mucho a su esposo, que ya no la tocaba para nada. Ya no sentía su calor y la cama ya no guardaba su calidez. Cuando despertaba ya no estaba, y cuando dormía tampoco.
Ya no se dirigían palabras, ya no habían besos de buenos días ni de buenas noches, no había quien la acompañara.
Ángel le recordaba mucho a su esposo.
Sacó su teléfono del bolsillo, marcando el número que se había vuelto costumbre llamar y esperó a que tintineara.
Sonó una.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Buzón. Y repitió.
Una, dos, tres, cuatro. Buzón. Una y otra vez por largos minutos que pasaron lentos, como si se estuviera parando el reloj. Él nunca contestó y la mueca de la mujer fue tan agria y amarga que transformó todo su rostro sereno.
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En las manos de Ángel. (+18) Libro 1
Romance«¿Ella podrá perdonarme?» El libro está siendo editado de manera privada, por lo que los capitulos que estarán viendo por ahora van a ser unos pocos. Pido perdón de antemano, señores y señoras. ---------------------------- El libro contiene un alto...