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Ángel enfocó la cámara en una mejor posición y, echándose un poco para atrás, capturó la vista y a las personas que le pagaron por sus servicios.

Había pasado ya una semana de lo sucedido en el hospital y aunque había querido ir a verla, no lo había hecho. No podía. No se sentía completamente listo para verle el rostro.

Cada vez que se movía, comía o hacía cualquier otra cosa, esas palabras volvían a su cabeza y lo abrumaban.

Mi hija necesita que su padre esté y si tú no quieres estar, entonces yo no te rogaré para que hagas acto de presencia...

Soltando un suspiro, Ángel compuso una sonrisa falsa y se acercó a la pareja, viéndolos a los dos. Eran dos mujeres, aparentemente en una relación amorosa, ya que se abrazaban y se susurraban al oído cosas íntimas que las hacían sonrojarse solas.

-Las fotos ya están tiradas. Pueden venir a elegir cuáles serán entregadas.

La pareja sonrió en su dirección y asintieron. Se volteó, y retomó su camino hacia las computadoras. Encendió la suya y abrió la pestaña donde se alojaban todas las fotos tiradas desde la cámara, se las enseñó a la pareja, quienes, sonriendo, eligieron cuatro fotos que saldrían dos semanas después.

Ángel estaba cansado. Su mente le jugaba sucio y lo autosaboteaba cada vez que quería hacer algo. Mejor dicho, cada vez que necesitaba hacer algo.

Le dolía la cabeza, las manos, el cuerpo entero en sí; no se sentía capaz de nada, nada más que pensar en el rostro afligido y el dolor plasmados en las mejillas de ella.

«No debí haberme aparecido allá. No debí hacerlo, soy tan estúpido»

Chasqueó su lengua y sintió sus ojos humedecerse al recordar cómo se le rompía la voz a Angie entre cada reclamo. Su corazón empezó a apretarse y su respiración a volverse errática. Necesitaba salir y respirar aire fresco, porque ese ambiente no lo estaba ayudando en nada.

¿Como pudo siquiera pensar en que fue un polvo de una noche? Si desde esa noche me tiene repitiendo su nombre con anhelo hasta en sueños.

Inhaló hondo, entrando aire caliente a sus pulmones necesitados y tragó saliva, intentando mojar su seca garganta.

Mirando la hora en el reloj de pared que estaba al costado de la puerta, agarró sus cosas y caminó hasta la salida.

Sacando de su bolsillo una encendedora y un cigarro, caminó sin rumbo fijo mientras su cabeza lo ponía a dar vuelta en todas las decisiones estúpidas que tomaba y seguiría tomando en el futuro.

A sus recién cumplidos treinta años, Ángel pocas veces se había sentido de esa manera. Se sentía perdido. Abrumado.

Lo experimentó por primera vez a sus diecisiete años.

La segunda vez fue cuando salió del reformatorio de menores, donde terminó la escuela, y tuvo que tomar rumbo a la universidad sin la compañía de una madre o un padre.

La tercera vez fue cuando se vio por segunda vez las manos manchadas en sangre.

Y aquella era la cuarta. Cuando le habían gritado en su misma cara lo pésimo padre que estaba siendo. Sin embargo, Ángel tampoco pensó nunca tener un hijo, menos con el tétrico ejemplo antiguamente vivido.

Él no quería justificar sus vivencias con su fallo, pero le era imposible, más cuando lo único que quería hacer era protegerla y por lo que estaba viendo le estaba saliendo medianamente bien.

Se estaba esforzando.

Más de lo que se había esforzado nunca antes en su vida.

Estaba manteniendo lejos a sus demonios mientras las mantenía fuera de radar.

En las manos de Ángel.  (+18)  Libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora