• XII •

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Los días pasaron. El judío no volvió a recibir ninguna carta o invitación por parte del gordo. Se la pasó la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación. Solo bajaba para cumplir con su presencia en el desayuno, almuerzo y cena. Por obviedad sus padres notaron que había algo mal en él, aunque diese su mejor actuación para convencerlos de que no era así. Pero conseguía quitárselos de encima con el pretexto de que no había podido dormir muy bien y que como acababa de aceptar ese nuevo empleo tenía mucho trabajo con el cual ponerse al corriente

A su madre le llenó de orgullo saber que su hijo se "codeaba" con gente tan importante, lo felicitó con unos cuantos besos maternales en la frente y ordenó a los sirvientes preparar su platillo favorito para la cena, mientras que su padre también le dio un cariñoso abrazo y palabras de ánimo.

¿Cómo podría sacrificar el amor de sus padres? No, sin dudas su rechazo sería igual que recibir una sentencia de muerte. Sin embargo, el rechazo de ese otro hombre también se sentía como si estuviera agonizando, como si estuviera padeciendo una enfermedad terminal y viviera sus últimos días pidiendo que acabase con él.

Lo único que lo alejaba de esa mortal idea era cuando se ponía a trabajar. Pasaba horas en ello, su único escape que mantenía a su mente ocupada.

Como se lo propuso consiguió terminar sus cuentas antes del 15 de agosto, de hecho mucho antes. Era la mañana del primero de agosto. Se tiró en su cama cuando se percató de que ya no había nada más que hacer después de pasar toda una noche en vela.

Estaba recostado y a lado de él permanecía la bufanda de zorro, su única compañía durante estos últimos días lluviosos.

—No te preocupes, Ginger todo saldrá bien —le decía al zorro —. Ese gordo idiota no se saldrá con la suya, no se va ha deshacer de nosotros tan fácilmente. Hoy iremos y le entregaremos sus estúpidas cuentas. Vamos a cerrarle su parlanchina boca cuando nos vea llegar, ya verás.

Se levantó de la cama con desánimo pero también con un poco de motivación. Se vistió. Hace días que andaba solo en pijamas. Peinó sus rizos rojos, juntó todos los papeles en las carpetas y lo metió dentro de un maletín. Por último recogió la bufanda de zorro y envolvió su cuello con ella.

Bajó con pasos silenciosos, esperando no ver a nadie de su familia, pero su hermano menor por arte de magia apareció justo cuando se dirigía a la puerta.

— ¿A dónde vas tan temprano? —lo detuvo.

—A entregar... A entregar unos papeles, en lo que estuve trabajando estos días —respondió Kyle sosteniendo la perilla de la puerta principal.

— ¿Sin desayunar primero? —Ike dio un par de pasos hacia él.

—Ike... No tengo tiempo —respondió fingiendo calma —. Ya vendré para el almuerzo.

—Kyle ¿Está todo bien? Yo no me creo que estés así por el trabajo —exponía Ike —. Mírate: las ojeras que te cargas y tus ojos están tan rojos... Por favor, puedes confiar en mí.

—Estoy bien, Ike. No he dormido bien es todo, pero hoy acabo con esto y podré dormir mejor. Te lo aseguro —le sonrió al menor y despeinó sus cabellos negros —. Nos vemos.

Salió con rapidez y cerró la puerta para evitar que su hermano siguiera cuestionándole. Aunque fuese un mocoso de 15 años era en verdad alguien muy listo y perspicaz. Ojalá hoy pudiese arreglar este problema que lo atormentaba tanto para que dejara de indagarlo.

Sin más preámbulos inició su caminata hasta la finca de los Cartman. Le pesaba sin dudas tener que caminar toda esa distancia, pero se autoconsoloba pensando que de regreso podría ir a caballo, ya que la última vez había dejado ahí el caballo que le prestó Stan y que ya no le regresó. Sabía de antemano que su súper mejor amigo no se enojaría, pero aun así le avergonzaba haber sido tan descuidado.

Eternamente orgullosos y prejuiciosos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora