Prólogo

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El chico se despertó, confuso. Cuando intentó moverse notó que sus brazos estaban atados y sujetos a los costados de la cama en donde estaba acostado, cubierto hasta la cintura por una manta azul, gruesa y calurosa. Miró a su alrededor intentando buscar ayuda o por lo menos alguien que le dijera qué era lo que le estaba ocurriendo; pero vio que estaba solo, en una pequeña habitación de paredes blancas.

Frente a él, a los pies de la cama, había una puerta: sencilla, de un tono gris claro que apenas se distinguía en el blanco de las paredes, estaba cerrada y no lucía amenazante. Pero sintió miedo: no se atrevió a gritar pidiendo ayuda, porque no sabía qué podía entrar por esa puerta. Con los brazos atrapados no iba a ser capaz de defenderse.

Trató de recuperar la calma; recorrió la habitación con la vista, y notó que lo único que había allí, aparte de la cama, era un mueble de metal con estantes y cajones pintados igual que la puerta. En ese lugar  no había nada más: ni adornos, ni cuadros, ni una señal de vida más que su propio corazón, tan acelerado que hacía latir sus sienes con un dolor punzante. Todo se veía pulcro, pero desolado. Un fuerte olor a desinfectante flotaba en el ambiente.

La luz entraba por detrás de su cabeza, y cuando miró pudo ver una ventana no demasiado grande, desde la que se alcanzaba a ver el cielo azul y sin nubes, tan pulcro y uniforme como la habitación. Pero eso no fue lo que llamó su atención: la ventana tenía barrotes y por encima un fino tejido metálico con agujeros no mucho más grandes que el grosor de uno de sus dedos.

«¿Dónde estoy?», pensó. Su mente era un caos: estaba nervioso y angustiado, pero no sabía el motivo: no podía recordar nada.

La puerta se abrió de golpe con un chasquido metálico que lo hizo saltar: dos hombres vestidos de blanco entraron a la habitación, conversando y riéndose entre ellos por algo que no alcanzó a entender.

—¡Buenos días, WangJi! —le dijo uno de los hombres—. ¿Cómo te sientes hoy?

«¿Me llamo WangJi?», se preguntó el chico, pero no les respondió a esas personas que no conocía.

—Está igual que ayer —dijo el otro hombre—. Hay que avisarle al doctor.

«¿Doctor? ¿Qué doctor?», pensó el chico. «¿Acaso estoy enfermo?». Su preocupación fue más grande que su miedo y le preguntó a los desconocidos:

—¿Estoy enfermo…?

—¡Al fin! —exclamó uno de los hombres—. Parece que reaccionó. 

—Voy a avisarle al doctor. Pero primero te ayudaré a desatarlo, por las dudas de que se descontrole.

«¿Que me descontrole? ¿De qué hablan?», pensó WangJi.

—Vamos, muchacho. —Por fin parecía que no lo trataban como si fuera otro mueble de la habitación—. Necesitas un baño con urgencia.

WangJi se sentía molesto: la manta que lo cubría lo había hecho transpirar. Tenía la ropa pegada al cuerpo, como si no se hubiese bañado en días.

«¡¿Pero qué es esto?!», pensó, asqueado. Tal vez en su cara se reflejó la repulsión, porque uno de los hombres le dijo:

—No te preocupes, muchacho. Ahora te darás un buen baño y quedarás como nuevo.

En el rostro de WangJi se dibujó una mueca de fastidio. Pero decidió mantenerse en silencio: aún no estaba seguro de poder confiar en esa gente.

—¡Ah, por cierto! —le dijo el que había hablado primero—. Somos tus enfermeros. Si necesitas algo, nos avisas…

—¿Enfermeros? —preguntó el chico, sorprendido. Tal vez estaba enfermo, después de todo—. Pero, ¿dónde estoy?

—Estás internado en una clínica. Tu psiquiatra va a hablar contigo más tarde.

La sola mención de la palabra clínica y psiquiatra hizo estallar en él un chispazo de memoria: le pareció ver varias cosas rotas y alguien que gritaba «¡No le hagan daño!». También vio mucha sangre. Asustado, gritó muy fuerte y los enfermeros, que ya habían empezado a levantarlo de la cama, le dieron un empujón que lo hizo perder el equilibrio y volver a caer sobre el colchón. Luego se apresuraron a sujetar sus manos de nuevo. 

Mientras gritaba y tiraba patadas al aire, tratando de zafarse del agarre de esos hombres, sintió un pinchazo en su brazo y después todo a su alrededor se volvió negro. Pronto se olvidó de por qué luchaba y la negrura lo abrazó. 

«¡Debes estar tranquilo, WangJi! ¡Si no te controlas delante de ellos jamás te dejarán salir de aquí!», le dijo una voz dentro de su cabeza. 

Una voz que no era la suya; pero una voz conocida, al fin.

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