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Kong estacionó el auto fuera de un gran edificio abandonado, aunque bastante inmenso. En realidad no era difícil darse cuenta que se encontraba totalmente deshabitado, la pintura se veía descascarada en muchas partes de este y los colores apagados tampoco ayudaban, eso sin contar las ventanas sucias.

No entendía la razón por la cual Amy los había citado en ese sitio, pero si fue una estrategia para que sepan que ningún viejo millonario estaría esperándolo, era una muy buena, porque no creía capaz a ese enfermo de llegar hasta ese lugar tan muerto, además de ser su coche el único en muchas calles alrededor.

Suspiró, dejando la puerta abierta mientras esperaban a la mujer, no estaba del todo de acuerdo con lo que haría, pero pasar la noche con su madre y luego lo largo del siguiente día solo viviendo uno a uno los dolores de Arthit lo iba a terminar matando.

Él tenía que hacer que su niño comiera algo más que no fuera leche, o Arthit podía terminar con alguna enfermedad por falta de proteínas y nutrientes en su cuerpo.

Observó a su minino y pensó que podía haberlo llevado durante el día, pero tenía miedo de que alguien en las calles lo reconociera, así que citó a Amy a las diez de la noche. Funcionó, ni un alma caminaba por esas calles tan desiertas. Sin embargo, tenía a su bebé más dormido que despierto, cabeceándose en el asiento trasero del auto, observando por segundos a Kong y regalándole una sonrisa cansada, junto con unos cuantos maullidos.

—Puedes dormir, mi amor, no has estado durmiendo bien en los últimos días. —Las palabras preocupadas del ojiazul no le gustaban a su minino, él de por sí odiaba hacerlo sentir mal.

Arthit sabía que todo lo que estaba pasando era por su culpa, pero en sus conversaciones con su pancita no lograba hacerle entender que tenía que dejar de doler. Incluso le hacía mimitos para que no ande enojada, porque Arthit pensaba que esos dolores ocurrían porque su abdomen estaba enojado, por eso hacía que le doliera tanto y que quisiera vomitar. Negó con la cabeza, llevando una de sus manos a sus ojos, sobándolos suavemente para quitarse el sueño y luego de menear las orejas, intentó despertarse. No quería dejar a Kong solo.

Pasaron alrededor de diez minutos en los que Kong le acariciaba los dulces rizos a su pequeño. Ya había acostado por completo el asiento del conductor y de esta forma llegó hasta Arthit, recostándolo sobre sus piernas, con la puerta entreabierta, mientras su mano acariciaba los traviesos rizos, disfrutando deldulce ronroneo del felino.

Kong escuchó el potente ruido de metal siendo arañado o raspando algo, así que él giró su cabeza hacía la entrada del gran edificio abandonado, viendo como la puerta principal se abría y que era debido a la oxides de esta el fastidioso sonido, incluso la entrada parecía tan antigua y olvidada que en cualquier momento seguro se caería.

Vio aparecer a una señora, quien salió y se acercó directo al auto del castaño.
Ojos bonitos, una sonrisa encantadora y su rostro con algunas pequeñas arrugas, la mujer le recordó mucho a su madre y estaba seguro de que esa era una buena señal. Ella se detuvo tranquila ante él, paseando su mirada desde Kong hasta el pequeño que descansaba en sus piernas. Al comienzo, el instinto del mayor fue abrazar a Arthit, pero ella no parecía peligrosa, esos ojos tristes no podían hacerle daño a nadie.

— ¿Eres el hijo de Yihwa?

—Kong. —Él extendió su mano hasta la señora, y ella la tomó, pero al hacerlo Arthit soltó un sonidito parecido a un maullido en señal de protesta. El pequeño solo sabía que Kong había dejado de hacerle caricias, y quería más. —Y él es Arthit.

Amy asintió, admirando al menor de rizos por unos segundos, era demasiado adorable. Ella había visto muchísimos de esos mininos a lo largo de su vida y sin duda ese era uno de los más preciosos ante sus ojos, con solo verlo sentía esas ganas inmensas de llenarle el rostro de besos, incluso solo estando dormido.

Ahora comprendía la razón de que ese gatito fuera tan especial.

— ¿Pasamos ya? Corre aire y no creo que eso sea bueno para Arthit.
Kong supuso que ella no había dicho su nombre porque él ya lo sabía, así que asintió con la cabeza, pidiéndole a Amyque por favor coja una manta que había traído. Grande, suave y de color rosa. El castaño tomó el cuerpo dormido de su pequeño y lo cargó tal cual bebé en sus brazos, colocándole la manta encima, evitando así que se resfríe por el aire. Lástima que no encontró un color más masculino, pero le pertenecía a una de sus hermanitas cuando fueron bebés, y a Arthit le gustaba mucho el color.

Caminaron hasta entrar en ese enorme lugar. A Kong no le molestó tanto, aunque se sorprendió por el hecho de que alguien pudiera vivir en ese sitio tan horrible. Apenas la puerta principal se cerró, después de ese insoportable chirrido que soltaba al moverse, Amy prendió una luz que le dio cabida a un enorme corredor, con las paredes blancas y pequeñas lozas rojas por las partes bajas. Él siguió a la mujer, admirando lo que se conoce como “Nunca juzgues un libro por su portada” porque increíblemente, mientras avanzaba el lugar lo sorprendía más y más.

Un pasillo lleno de puertas a los lados que daban paso a enormes habitaciones captó toda su atención, suspirando cuando observaba los pequeños ventanales con niños dentro, aunque todos estaban dormidos y con las luces apagadas. Era entendible, Amy había tardado aproximadamente media hora en salir, así que los pequeños debían estar durmiendo a las casi once de la noche.

Caminaron hasta llegar a una habitación un poco más grande, y la única con las luces prendidas. Una vez entraron, Amy le indicó a Kong que deje a Arthit en una camilla, rodeada de aparatos raros. A él se le puso la piel de gallina, vaya que había olvidado que su odio a los hospitales era por eso, tantas máquinas que no conocía, con personas que sabían mucho más que él. Le parecía insoportable.

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