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El caso le tocó por descarte. El comisario Perdomo era bastante reacio a dejarla al mando; no por su condición de mujer, la respetaba por eso ya que se había abierto paso en una profesión dominada por hombres. Su recelo partía de su juventud. Carmela Cerezo sobrepasaba, apenas, los treinta y dos años. Por eso consideró que un suicidio estaba bien para comenzar.

La flamante inspectora aceptó sin cuestionamientos. Había mostrado de sobra su competencia, pero nunca había dirigido un caso. Estaba dispuesta a tomar el que fuera para ganar experiencia.

—¿Me da solo la dirección? —preguntó levantando la única hoja que se le había entregado.

—Es un suicidio —replicó Perdomo como si fuera innecesario aportar algo más.

Carmela apretó los labios y partió. Ya no estaba en la ciudad, allí las cosas se hacían de otro modo.

Había aprendido a manejarse en el pueblo; al principio le había costado entender sus laberínticos pasajes enmarañados donde solo la avenida principal era recta y contenía al menos diez cuadras, el resto eran callejas de dos o tres casas que se abrían hacia cualquier parte.

Cuanto más tiempo pasaba en Los Sauces, más se convencía de que, pese a los contratiempos que conllevaba la escasa tecnología con la que contaban, había hecho bien en aceptar el cargo. Al principio tenía dudas, un pueblo pequeño y alejado en el que, intuía, no sucedería nada que le permitiera desarrollar su carrera. Después, con el pensamiento más asentado, concluyó en que, tal vez, aquel paisaje áspero y desangelado le brindaría la paz mental que necesitaba tras el divorcio.

La comisaría cubría varios pueblos vecinos, por lo que confiaba en que, tarde o temprano, los delitos graves aparecerían para retarla.

Llegó sin haber dado vueltas en vano, un avance importante.

A través de la ventana podía ver el cuerpo que colgaba, a la vista de todos, en la sala comedor de una de las casas más opulentas.

Tomó un par de guantes y unos escarpines de la caja en la entrada y se acercó a la mujer de blanco que, con los brazos cruzados, observaba el cadáver. Era Eliana Estrada, la forense, a quien había conocido en un cumpleaños y con la que había comenzado una distendida amistad. Aunque Estrada trabajaba en todo el partido, mantenía residencia en Los Sauces, por lo que solían pasar juntas algunas tardes, los fines de semana. Con ella —y unos cuantos tragos de whisky— había celebrado su ascenso y desahogado las penas por la ausencia del ex.

—Buenos días.

—¡Carmela! Estamos esperando al... ¿Te pusieron a cargo? —preguntó la médica al darse cuenta de que llegaba sola.

—Así es.

Era evidente que Eliana se alegraba por ella, la abrazó con orgullo. Carmela sonrió agradecida.

—¿Tenemos la identidad del muerto? 

—Sí. Es Pablo Sócrates, veintinueve años, hijo de Felisa y Lucho... ¡Pobres, cuando se enteren!

—¿Dónde están?

—En Europa. Tienen a la hija allá, acaba de ser mamá.

La inspectora asintió. La maternidad era otra deuda pendiente que le había dejado el divorcio. Desvió la vista hacia las cortinas descorridas del ventanal.

—¿Estaban así?

—Sí, un horror que se vea esto desde la calle, pero quise dejar todo como estaba hasta que llegaran ustedes. La puerta de entrada también sigue como la encontré, abierta, creo que la abrió la empleada, cerré la cancela por si aparecían curiosos.

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora