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Los pasos crujieron sobre la piedra al aplastar las alas congeladas de insectos que, hasta hacía nada, revoloteaban alegres en las farolas. La chica en el banco se volteó a verla.

Una te llevará adonde quieres.

Canturreaba con voz dulce, aunque temblorosa. Tal vez el frío. Su rostro era bonito, de una belleza simple, pequeño, nariz respingona, ojos melancólicamente grises y tez blanca, muy blanca, salpicada de pecas color té con leche. Pareció desdeñar su presencia y volvió la vista hacia el frente. Al sauce.

Otra te guiará adonde debes.

Lo que Carmela había creído cabello oscuro no era otra cosa que un gorro negro, deshilachado en los bordes.

Correrás, correrás.

Aún sentada, se evidenciaba una joven alta. Flaca. Por las falanges recortadas de los guantes, asomaban unas uñas mugrientas y cortas. Todo en ella desprendía un sutil aroma a suciedad y a moho. Vestía un sacón largo de paño oscuro, agujereado en algunos sitios; entre éste y la bufanda rosa se distinguía un pulóver rojo de cuello alto. Debajo, una falda larga color borravino y botas del tipo trekking gastadas y sin cordones.

—¡Hola!

La chica detuvo el canto y la observó de arriba abajo, sin expresión.

—¿Quién eres? —Su tono no era demandante, sino suave y sedoso, casi un murmullo.

—Carmela, ¿puedo sentarme a tu lado?

La autorizó levantando un hombro, tal vez resignada a que la molestasen.

—¿Qué quieres?

—Sentarme un rato y hablar contigo.

—¿Para qué quieres sentarte en el frío a hablar con una desconocida?

«Buena pregunta», pensó Carmela; se quitó el bolso del hombro y se acomodó en el banco.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Por qué estás en medio del frío?

—Es algo que hago casi todas las noches.

—¿Vives cerca?

—Ahá.

—¿En el centro?

—En el asentamiento.

—Ah, no conozco el asentamiento, en realidad no conozco mucho este pueblo todavía. —La joven no respondió—. ¿De qué trata esa canción que cantabas? No la había escuchado antes.

A la chica le tomó varios segundos decidir si contestar o no.

—Me la enseñó mi madre —respondió por fin.

—Es muy bonita. —Le resultaba un tanto tenebrosa, en realidad, pero necesitaba averiguar; la coincidencia entre los versos y el escrito en la puerta Sócrates era llamativa. La desconocida guardó silencio con la vista fija en el árbol que tenía enfrente. Carmela decidió ir por más—: ¿Cómo te llamas?

—Siria.

—¡Siria! ¡Vaya, suena muy lindo! Nunca conocí a alguien con ese nombre.

—Hay mucho que no conoces o nunca viste, ¿verdad? —señaló la joven en un tono que la inspectora percibió burlón. Decidió seguirle el juego.

—Así es. ¿Y tú?

—He visto cosas. Conozco cosas. Sé. Cosas.

Era una muchacha extraña. Despertaba en Carmela una auténtica fascinación, ya no solo por la coincidencia entre la letra de la canción y su caso. Era ella. Siria. Distante, lejana. Enigmática y simple. Irresistible para quien era adicta a los acertijos.

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora