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Carmela se molestó consigo misma por haber hablado tanto y tan amablemente con Rolando. Desde el divorcio se había propuesto mantener distancia con los hombres que mostraran interés romántico en ella. No porque pensara que jamás volvería a enamorarse, como escuchaba a tantas divorciadas o separadas recientes, sino porque consideraba que se debía un tiempo para sí misma, para lamer sus heridas a gusto. Seguía sin captar bien las intenciones del cubano.

Por eso y, pese a que Rolando ya se encontraba atareado con sus rutinas, se sintió aliviada cuando vio entrar a Correa en quien veía, tal vez de modo intuitivo, un sustituto intrínseco del padre faltante.

El inspector tenía todo el porte de los viejos detectives televisivos, usaba gabardina de color plomo y sombrero de fieltro, lo que provocaba cierta ternura en Carmela, que se puso de pie para saludarlo con un cálido abrazo. El hombre se quitó el abrigo y el sombrero, y los colgó en la silla de al lado.

—Perdón por el retraso, querida, es que quería terminar algo... ¿Cómo va tu caso? ¿Ya pediste comida? ¡Tengo un hambre feroz!

—El «chef» dice que hay un guiso de carne que está muy rico, ¿quiere que pidamos eso?

—Sí, por favor.

Pidió la comida mediante señas, esperando que a Rolando no se le ocurriera acercarse. Conociendo a Correa, podrían pasar horas charlando—. ¿Tomamos vino?

—¡Claro! ¿Qué clase de investigadores seríamos si bebiéramos agua o gaseosa?

—¿Unos conscientes de que tienen que conducir después?

—¡Ah, nimiedades, querida! ¡Tampoco es que nos vamos a tomar un barril!

Mientras esperaban la comida, y durante ella, la inspectora le relató el caso Sócrates de punta a punta, sin omitir detalle. Finalizó con el mensaje grabado de Eliana Estrada.

—Es extraño que los resultados se hayan logrado tan rápido —expresó Correa apoyando los cubiertos en el plato—, pero no es imposible que, a pesar de ello, estén correctos. Solo una cosa no me cuadra y es la huella. Dices que la fotografiaste, ¿verdad? —Carmela asintió—. Con el celular —agregó pensativo; ella se apuró en sacarlo del bolso y enseñarle la imagen. Él se colocó las gafas y la observó con detenimiento, la amplió y la regresó a su sitio varias veces, luego dejó el aparato y volvió a tomar los cubiertos—. Creo que es imposible que, con una fotografía de tan baja calidad, cómo es la de un móvil, se haya determinado que hay una capa de algo encima de la huella. Si se hubiera intentado levantarla con papel adhesivo o gelatina, estos hubieran quedado limpios, ¿verdad? Porque la huella no podría ser levantada, ya que hay una película encima. Ahora, ¿cómo puedes especificar eso con una fotografía?

—Pensé que habría programas para..., no sé, girar la imagen, verla en su grosor...

—Si existe tal cosa, querida, no está en el laboratorio de Puerto Arenas, te lo aseguro. Es llamativo. Pero pásamela, si quieres, y la mando a analizar con mis peritos.

—Sí, por supuesto.

—¿Talla treinta y seis, me dijiste?

—Si, Mercedes, la empleada de los Sócrates tiene esa talla, pero trabaja con zapatillas de suela lisa. La madre del occiso calza igual.

—Y estaba en España.

—Exacto. Se fueron hace una semana, imposible que durara tanto si fuera suya.

—¿La novia?

—Treinta y ocho, igual que yo. Y que Eliana. Dígame, ¿datar la pintura y la hebra? en Puerto Arenas no creo que sea tan difícil, ¿es factible?

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora