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La encontró canturreando mientras barría con una vieja escoba despajada, volteó con una sonrisa al escuchar sus pasos.

—¡Hola!

—Hola, Siria, ¿cómo estás?

—Muy bien, entra, acabo de limpiar.

—¡Qué bien! ¿Kevin está contigo?

—No, dijo que estaría aquí cuando despertara, pero se debe haber entretenido por ahí... Y tú, ¿qué haces? ¿Para qué lo buscas?

—Estuve conversando con él en la plaza y..., pues nada, me distraje y se fue.

—¡Típico de Kev! Seguro sabía que vendrías y ha ido por algo para convidarte, porque no tenemos nada aquí, ¿sabes? Kevin se las arregla para conseguir comida. ¿Nos sentamos?

Carmela miró a su alrededor buscando una silla o un banco, no encontró nada. Cuando vio a Siria sentarse en el piso con las piernas cruzadas, lo comprendió, y se sentó también. Nievas se mantuvo afuera para no asustar a la joven, atento a lo que conversaran.

—¿Keira y Ondina están aquí?

Siria exhaló un suspiro corto que, según consideró Carmela, encerraba tristeza.

—No.

—¿Dónde están?

—¿Para qué las quieres?

—Me gustaría conocerlas.

La muchacha apretó los labios y perdió la mirada en el suelo.

—No les gustan las gentes, ya te lo dije.

—De acuerdo. Tal vez en otro momento. —Hizo una pausa para no apabullarla—. Siria... ¿recuerdas la noche en que nos conocimos?

—Ahá.

—Me dijiste que habías visto cosas, que sabías cosas... —El cuerpo de la chica se tensó, su mirada se clavó, cristalizada, en sus ojos. Kevin tenía razón, asustaba, era como si viera dentro suyo—. Yo..., me gustaría ayudarte, ayudarlos...

—¿A qué? —Le impresionó lo distinta que sonó su voz. Seca, cortante.

—Bueno..., me acabas de decir que Kevin suele ir por comida. Tal vez les vendría bien vivir en un sitio más caliente, con comidas diarias...

—¿Quieres llevarnos a un hospital? —Definitivamente, su voz había cambiado. Su mirada también. Se había endurecido. Siria se puso de pie con la espalda encorvada. Carmela se levantó de un salto.

—No. No quiero llevarte a ningún hospital... —dijo con las manos delante, como si previniera un ataque—. Tranquila.

La miraba con ojos huecos, ajenos, furibundos. Duró un instante, luego respiró despacio, profunda y lentamente; poco a poco fue aflojando los hombros, parpadeó como si tuviera sueño. Apoyó la espalda contra la pared y se dejó caer, abrazándose a sus rodillas.

—¿Qué quieres? —preguntó apagado.

—No sé si soy la indicada para preguntar.

—¡Cuéntale! —La voz de Kevin sonó detrás. Siria estiró las manos hacia él y el chico se sentó a su lado, la abrazó, mirando con desafío a la policía.

—No puedo... —balbuceó la chica—. Me confundo...

—¿Qué viste, qué sabes? —Le urgían esas respuestas.

Ella gimoteó enrollada en los brazos de Kevin, mordía las uñas de sus pulgares con los ojos perdidos, fijos en un mundo que la llenaba de miedo.

—A mi papá —sollozó—. Mi papá encima de mi mamá. Haciéndole cosas que ella no quiere. La golpea. —Cerró el puño sobre el abrigo de Kevin y hundió su rostro en él, lloriqueando—. La quema. No hace sopa porque se la tira encima y la quema... No canta, no canta. Mamá no canta... No le gustó la sopa que hizo mamá, no le gustó, no le gustó...

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora