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Los pasos casi se arrastraban sobre las hojas muertas. En el cielo, el sol brillaba sin éxito en su intento de desplazar al frío. Kevin se sentó en el banco, frente al sauce, esforzándose por alcanzar a ver aquello que veía Siria. Tal vez había que venir de noche.

No.

Él sabía muy bien que la hora no marcaba la diferencia. Era la cabeza de quien observaba.

Tenía tantas preguntas como miedos acumulados. Cómo ayudarla, cómo confiar. En quién confiar. Palpó su abrigo en busca de un cigarro y se topó con las pastillas; miró a todos lados y las cambió con rapidez a un bolsillo interno. No sería bueno que alguien lo viera con tanto remedio encima. Ya le había sucedido una vez y, desde entonces, no había podido, jamás, quitarse el mote de encima. «Drogadicto», le decían. Porque él, por lealtad, no había dicho que no eran suyas. O porque lo veían moverse lento, y andaba demacrado y sucio. Porque a veces debía asaltar botes de basura para poder comer. «¡Es hambre, pedazo de imbéciles!», quería gritarles, pero sabía que se metería en problemas. Entonces dejaba que lo creyeran adicto, drogón o como quisieran llamarlo. Evitar explicaciones se había vuelto costumbre. Nadie conocía sus infiernos. Ni los de Siria. Habían aprendido a ocultarlos con maestría, a luchar solos contra sus demonios. Con una leve colaboración de la doc que, a veces, la medicaba.

Necesitaban ayuda. La doc ya no era suficiente. Necesitaban un policía que los escuchara. Que realmente los escuchara. Tal vez esa mujer con la que había hablado Siria... Necesitaba que ella dejara de hacer caso a Keira y a Ondina, o no haría nada. Moriría sola y enferma. Y él no podía permitirlo. No debía.

Clavó sus ojos oscuros en la rama donde su amiga, su mejor y única amiga, decía ver el cuerpo de su atribulada madre. Con lágrimas, pidió al invisible cadáver que los ayudara. Y al sauce una señal, una clara, que comprendiesen.

A sus espaldas, el Pinar del Río aún no abría. Hacía frío. El estómago rugía y las lágrimas resbalaban incontenibles. El cigarro temblaba entre sus dedos, en las ramas de los paraísos algunos pajarillos piaban apenas, temerosos de molestarlo. El sauce sacudía su brutal cabellera con suavidad. ¿Estaría indicándole algo? ¿Cómo se veía cuando lloraba? Siria decía que era peligroso verlo llorar. ¡Esa estúpida canción! ¡Le daba miedo! Adoraba a Siria, y le temía a la vez. Aunque a él no le haría daño, estaba seguro. ¿Habría hecho daño a alguien alguna vez? ¿Sería Siria capaz de...? ¡No! Pero de Keira y Ondina no podía estar tan seguro. Si tan solo pudiera deshacerse de ellas. Sobre todo, de Ondina, la figura dominante entre las tres. ¿Cómo quitarla del medio? Solo un policía podría ayudarlo. Tal vez aquella mujer que Siria conoció en la plaza... Tal vez el resto de los concurrentes del asentamiento los ayudara. Aunque cada vez acudía menos gente al galpón, Siria los asustaba.

Rascó sus cabellos con nerviosismo, no sabía cómo reaccionaría la policía, de recurrir a ellos. Tal vez la chica, por ser mujer, por ser joven, los comprendería. La había visto cenando sola en el Pinar del Río, había escuchado al cubano llamarla «inspectora», tenía que ser ella. Siria tenía razón, parecía ser buena gente. Debía hacerlo. La comisaría no estaba lejos. Se levantó del banco y se acomodó el abrigo deshilachado.

¿Y si no estaba allí? Ni siquiera sabía su nombre. Además, apenas entrara, le preguntarían «¿Qué quieres?». Y lo harían de mal modo. No creerían nada de lo que dijera. ¿Para qué buscaría él a una inspectora de la que no sabía siquiera el nombre?

Mejor dejar las cosas como estaban, regresar al asentamiento y esperar a que las medicinas de Siria hicieran efecto e intentar convencerla, una vez más, de hablar con esa mujer. Él la acompañaría, la protegería, la cuidaría. Como hacía siempre.

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora