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Carmela estiró el sweater hasta que sobrepasó el cintillo del pantalón y se observó en el espejo. No se veía mal. De hecho, lucía mucho mejor que tiempo atrás, cuando recién llegaba a Los Sauces, flaca y demacrada. Desde entonces, había ganado uno o dos kilos que le sentaban de maravillas. Al menos llenaba la ropa. Tampoco necesitaba ya cubrir con corrector las horribles manchas violáceas bajo sus ojos. Con una delgada capa de rímel y un toque de labial su rostro lucía saludable y lozano.

No era frecuente que saliera a cenar con alguien, las pocas veces que no comía sola, lo hacía con Eliana y, por lo general, almorzaban. Hasta eso parecía haber quedado en el olvido. Hacía días que no se veían ni hablaban por teléfono. Carmela estaba dolida. Suponía que Perdomo habría puesto los puntos a la forense y que, por eso, tampoco ella se comunicaba. 

La convenció su vestimenta: sweater salmón y pantalón negro. Botas cortas con plataforma y un abrigo de paño. No quiso ponerse el único vestido elegante que tenía —también negro—, ya que no tenía interés en que Correa malinterpretara sus intenciones. El pobre había cursado la invitación luego de que ella, hastiada ante la negativa de Perdomo a hablarle en instancias del último crimen, se retirara de la escena entre molesta y frustrada. Frustración que no provenía del mero hecho de que la hubieran apartado del homicidio de Carina Del Campo, sino, y sobre todo, por tener que admitir, a esa altura, que no tenía idea de por dónde seguir en el caso de Pablo Sócrates. 

Y Correa, santo mentor, decidido a no abandonarla a su suerte, la había invitado a cenar. 

Decidió dejar suelta la melena rubia y no colocar sombra en los párpados, aunque le encantaba resaltar el suave color avellano de sus ojos con algún tono oscuro. A Iván le encantaba.

Enrolló una bufanda en su cuello y espantó los recuerdos amargos con un trago de whisky. Uno solo. Tenía que conducir. El whisky le recordaba a Eliana y no necesitaba pensar en ella ni en Iván en aquel momento. Agarró las llaves y salió.

Cuando entró al Pinar del Rio —restaurante escogido por Correa pese a su reticencia—, le pareció más grande y luminoso que veces anteriores. En todo el salón, solo una mesa estaba ocupada. La que aguardaba por ella. 

—Me tomé la libertad de pedir por los dos —señaló el mentor poniéndose de pie al saludarla—: pasta rellena. Si quieres otra cosa, lo cambiamos.

—No, no está bien. Me gustan las pastas. ¿Lleva mucho esperando?

—Apenas —señaló con tono jocoso mientras llenaba otra copa—. Llegué un poco antes de la hora pactada. Estás muy linda con el cabello suelto, creo que ya te lo he dicho alguna vez.

Carmela sonrió.

—No, nunca lo había dicho. Gracias.

El dueño del restaurante se acercó con el menú entre las manos y una breve sonrisa en los labios.

—Bienvenida, inspectora —dijo casi con seriedad—, un placer volver a verla.

Ella hizo esfuerzos por no reír. Era la segunda vez que la veía con Correa; imaginaría cualquier cosa, supuso. Tal vez por eso se mostraba tan mesurado, lejos de la efusividad con que solía recibirla cuando llegaba sola.

—¿Cómo está, Rolando? —Aunque el cubano no le despertaba el menor interés romántico, su adolescente interior se sintió dichosa con la situación. Provocar ciertos celos en alguien no estaba mal, aunque fueran vanos.

—Muy bien, inspectora, gracias. El señor pidió pasta, ¿está de acuerdo?

—Por supuesto, el señor conoce perfectamente mis gustos.

El cubano se retiró y Correa levantó las cejas en gesto cómplice.

—No sabía que te gustaba el camarero.

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora