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—¡Dios mío! ¡Lo que te he buscado! —exclamó Kevin al verla en el rincón, abrazada a sus rodillas—. ¿Dónde estabas? —Ella suspiró con los ojos enrojecidos e hinchados. Había llorado. Y mucho, lo cual lo alegró. Era bueno que Siria llorara, le limpiaba el alma. Y señalaba que estaba allí en aquel momento. Se acercó y probó acercar la mano a su pelo. Como no mostró resistencia, lo acarició. Aunque la suciedad lo había vuelto pastoso, a él le gustaba ese cabello oscuro que había conocido limpio y brillante—. ¿Tuviste una crisis? —Ella asintió—. ¿Y cómo llegaste hasta acá?

—Me trajo el cubano.

—Menos mal que a veces le caes bien. —El chico sonrió—. ¿Te dio de comer?

—Sí, te guardé unos sándwiches y unas frutas.

—Genial. ¿Keira y Ondina? —Ella negó con la cabeza—. Bien. Me alegro de que no estén, porque estuve con la doc y te conseguí pastillas. —Sacó del bolsillo un puñado de tablillas plásticas unidas con una banda de goma. Siria intentó agarrarlas, pero el se apuró en alejarlas—. Ah, ah, te las doy yo, ¿de acuerdo? La doc me hizo prometerle que las administraría yo.

—Está bien.

—Siria... —Ella levantó los angustiados ojos grises, suaves como los de un gato—. ¿Podemos mantenerlo entre nosotros? Lo de los medicamentos. No les digas a las chicas, ya viste lo que pasó la última vez.

Comenzó a balancearse de adelante hacia atrás.

«Tenía una moneda y no la tengo más», canturreó.

—No quiero que llore el sauce —pronunció luego con voz temblorosa.

—No llorará. Te lo prometo si tú me prometes mantener al margen a Keira y Ondina.

—Siempre lo saben todo.

—Solo no se lo cuentes, ¿de acuerdo? No se los digas en voz alta y ellas no se enterarán.

Siria le clavó una de esas miradas que lo asustaban. No era momento de confrontarla, prefirió ir por un jarro con agua.

—¿Tú sabes quién murió? —preguntó ella.

El jarro tembló en la mano de Kevin.

—No sabía que había muerto alguien.

—Tuve mi crisis porque el sauce lloró.

—Te he dicho mil veces que eso no significa que muera alguien. Te lo dijo la doc también, ¿recuerdas? No lo oíste llorar cuando murió el idiota ese, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—No estuve en la plaza hasta después.

—Entonces la cosa es simple —replicó Kevin, nervioso—, no vayas a la plaza y no lo escucharás cuando llore.

—¿Y mi mamá? ¿No veré más a mi mamá?

El chico suspiró, alargó dos comprimidos y el jarro. Ella los tomó, obediente, y preguntó:

—¿Qué pastillas son estas? —Le gustaba saber qué tomaba.

Quetia y Levo.

Las colocó en la lengua y bebió el agua.

—Dormiré toda la tarde. —Sonrió débil.

—Tú tranquila, yo estaré aquí cuando despiertes, estarás como nueva.

El muchacho recostó la espalda contra la pared y la atrajo hacia sí. A veces, era agotador estar con ella.

Siria se dejó acariciar el pelo con toda intención de resistirse al sueño. Quería estar bien, aunque le diera miedo; entender que estaba bien, no quería dormirse y que todo sucediera solo. No quería eso. Ausentarse de su propia vida era aterrador. 

Pero el pasado había comenzado a apoderarse de su cerebro. Los recuerdos que le habían prohibido, habían regresado. Mamá. Mamá y sus cuentos. Y sus canciones inventadas. Derramó unas cuantas lágrimas que Kevin se encargó de barrer con el dorso de la mano, delicada y dulcemente, como si de una flor se tratara.

«Cuando escuches llorar al sauce correrás, correrás...» 

Cantando, se quedó dormida.

Kevin la apartó con cuidado, se puso de pie, buscó una manta y la abrigó; le quitó con ternura el cabello de la cara y le dejó un beso en la frente. Se aseguró de tener todos los medicamentos en la chaqueta y salió sin tener en claro hacia dónde ir.  

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora