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Una delgada llovizna se dejó caer sobre el pueblo en las primeras horas de la tarde de aquel sábado invernal. «Momento especial para echar una siesta», se dijo Carmela, y se arrebujó en el sofá, bajo la manta que le tejiera su madre durante sus últimos meses de vida. Le gustaba cubrirse con ella para sentir el aroma que, aunque diluido en el tiempo, la memoria devolvía con solo tocar la textura. Mientras se adormilaba, su cerebro comenzó a dibujar imágenes difusas que culminaron con Iván colgado de un árbol. Se despertó de golpe. No era frecuente que soñara con su ex, menos en una situación semejante.

Le pareció que, en algún momento, a lo lejos, había oído el sonido del celular. Al tomarlo comprobó que, en efecto, tenía un mensaje grabado de Eliana: Hola. Carmela, estoy regresando a Los Sauces esta noche, los estudios ya están listos, lo siento, pero no hay nada extraño en la muerte de Pablo, la huella está impresa bajo la cera, así que puede ser antigua, es extraño que sea tan notoria, pero es así. La hebra es de cualquier tejido negro, no se puede determinar desde cuándo está allí y la pintura es una de las más comunes, creo que alguna vez, los Sócrates pintaron una pared del garaje con ese color. Puede que también esté allí desde hace tiempo. Ya le pasé el informe y las copias a Perdomo así que se cierra el caso. ¡Te veo mañana, bonita!

Se incorporó, desconcertada, como si el teléfono hubiera cobrado vida de pronto. Resultaba increíble que Eliana, que había ido hasta Puerto Arenas a mover influencias y apresurar los resultados de laboratorio, haya hablado con Perdomo antes que con ella. Y que hubieran resuelto cerrar el asunto. Apartó la manta y se levantó de un salto para ir a la cocina. Allí se dio cuenta de que había olvidado comprar café. «Si no hubiera dejado de fumar, éste sería un excelente momento para encender un cigarrillo», se dijo. Necesitaba pensar rápido. No quería llegar al lunes sin algo que le brindara unos días de gracia para investigar la muerte de Pablo. Las palabras de Felisa Sócrates le martillaban el cerebro:

—Mi hijo jamás se hubiera suicidado, inspectora, créame, le gustaba demasiado la vida.

El padre, Luis, o Lucho, expresó más o menos lo mismo, pero de diferente manera:

—Pablo no hubiera tenido el valor de matarse, era muy cobarde, se lo aseguro.

Dudó un rato entre contestar a Eliana o no hacerlo. Decidió llamar a Correa que siempre se había mostrado colaborativo con ella y le gustaba enseñarle, seguro hallaría una manera de dilatar el inminente cierre del caso.

El viejo inspector pareció alegrarse con su llamado, quedaron en encontrarse en el Pinar del Río, ninguno de los dos había almorzado todavía, ella solo tenía en el estómago el último café que quedaba en la cafetera y un trozo de queso olvidado en un anaquel del refrigerador. Así que aceptó gustosa la invitación de su antiguo jefe.

Al llegar a la plaza, la bordeó a baja velocidad, con la vista fija en el sauce. No había logrado sacarle, a Siria, una palabra más con respecto a la madre y su muerte. La chica, simplemente, se había levantado y marchado sin siquiera decir adiós, sólo con una risilla cargada de enigmas. La hubiera seguido, pero temió asustarla.

—¡Benditos los ojos que la ven, inspectora! —exclamó Rolando en cuanto atravesó la puerta del restaurante—. ¡Qué alegría tenerla de vuelta!

Carmela le regaló una pequeña sonrisa mientras se quitaba del pelo algunas gotas que la habían alcanzado al bajar del auto.

—Buenas tardes, Rolando. —Caminó hasta la mesa en donde se había ubicado la última vez y se quitó el abrigo. Él le apartó y sostuvo la silla, como un perfecto caballero.

—Gracias —repuso ella con cierta incomodidad, la apabullaba ese hombre, no terminaba de enterarse si su comportamiento se extendía a toda la clientela, fruto de una amabilidad desmedida, o buscaba algo de ella—. Son casi las tres... ¿Tienen comida a esta hora?

—¡Por supuesto! Hicimos un estofado de carne que está de muerte, tiene que probarlo.

—De acuerdo, lo pediré cuando llegue una persona que estoy esperando, por ahora ¿puede traerme un café? Muero por uno.

—Claro que sí. —El hombre apoyó las manos en el respaldo de una silla, dispuesto a charlar—: Está especial el día para un cafecito, ¿verdad? Hace frío, llueve. Está lindo para ver una película y...

—¿Me va a traer el café?

—Sí, claro.

No pudo evitar la sonrisa cuando él salió casi corriendo a cumplir el encargo. Carmela pensó que tal vez, su modo de actuar, era un intento desesperado por retener los escasos clientes. 

—Dígame, Rolando —le dijo cuando regresó—, por casualidad ¿conoce a una chica llamada Siria? Creo que viene algunas noches a sentarse en la plaza.

Él echó una mirada pensativa al vidrio de la ventana.

—No sé los nombres —replicó luego de unos segundos—, pero suele venir una parejita a buscar comida cuando estamos cocinando. Sienten el olorcito, ¿vio? Los he visto en la plaza también, a la noche.

—¿Una parejita?

—Sí, un chico y una chica, de unos dieciocho, veinte años. Si vienen bien, les doy lo que puedo; si vienen mal, los saco a escobazos.

—¿Cómo «si vienen mal»?

—Creo que a veces andan medio drogados; él, borracho más que nada. Ella me parece que consume drogas duras porque anda con los ojos así, muy abiertos, ¿vio? Entonces los echo, no me gusta que anden así; él me grita de todo, me insulta, ¿vio?

—¿No avisó a la policía?

—No, me dan pena... No hacen nada grave, son chicos de la calle.

—¿Puede ser que vivan en un asentamiento?

—Ni idea... Usted dice ¿algo así como una villa?

—Sí, supongo. Siria me dijo que vive en el asentamiento.

—No sé. Yo nunca escuché que hubiera uno por acá, pero usted es policía, puede averiguar.

—Si, claro. Pasa que no la encuentro en los registros. La verdad es que ni siquiera sé su apellido.

Rolando negó con la boca estirada. —Tal vez no hablamos de la misma persona.

—Es verdad, la chica de la que le hablo es bonita, alta, ojos grises, delgada, anda con un sacón oscuro, largo...

—Sí, es esa misma.

—Puede que la mamá haya muerto ahorcada...

—¡Ah, la mujer esa! ¡No sabía que la chiquita era ella! Claro, la mamá apareció colgada en el árbol aquel, el que está en la plaza. Dicen que estaba medio loca, la pobre; el marido también desapareció. Parece que la mató y después se fugó. Dejaron una nena de unos diez, doce años, creo.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Ni idea, fue antes de que yo viniera. Son cosas que fui escuchando, ¿vio?

—Entiendo. Y el chico que anda con ella, ¿será el hermano?

—No sé, lo que sí sé es que le tiene miedo.

—¿Siria le tiene miedo?

—No, él a ella. Se hace el machito, todo guay, ¿vio? Pero donde ella le pega una mirada, se caga en los pantalones. A veces está todo bien, pero a veces, él está así como con miedo, ¿vio? ¿Como cuando uno piensa que la otra persona le va a hacer algo malo? Bueno, así. 

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora