4

78 23 40
                                    

Acorralada y sola. Sentimientos que aparecían cada tanto y descartaba como podía. Los dedos se crisparon entre sus propios cabellos, desordenándolos más. Sus pies descalzos recorrían en círculos la habitación, no registraba el frío del cemento; en todo caso, le avivaba la sangre.

—Debí haberle dicho que vi al colgado —murmuró entre dientes—. Lo vi, lo vi, lo vi...

—¿Cómo sabes que es poli? —preguntó Keira con su permanente vocecilla asustada.

—Porque la vi entrar en la casa del muerto. Se puso los guantes de plástico... Es poli, es poli, es poli...

—¡La poli no sirve para nada! —gritó Ondina, furiosa—. ¡Lo sabes!

—Sí, sí, lo sé... —respondió, confusa—. Pero no creo que ella sea mala. Fue muy amable conmigo.

—¿Te hizo preguntas? —quiso saber Keira.

—Muchas. Pero no sobre el colgado, se interesó en la canción.

—Eso es raro...

—¡No! ¡Ella te ve rara a ti! —insistió Ondina apuntándola con el índice—. ¡Por eso preguntó! ¿Qué quería saber? ¿Eh? ¿Le contaste de tu madre?

Caminó por la habitación como un animal enjaulado, mordiéndose las uñas, con los ojos desorbitados.

—No la vio. No la vio. No la vio. Yo lo vi. Yo la vi...

—¡Basta, Siria! —rogó Keira entre lágrimas—. ¡Te haces daño!

—¡Por eso se pone a hablar con la gente! ¡Para hacerse daño! ¡Le gusta que la dañen!

—¡Cállate, Ondina, déjame en paz!

—¡No! ¡Escúchame, niña estúpida! ¡Ni se te ocurra volver a hablar con esa mujer! ¿Oíste?

—Es verdad —intervino Keira con suavidad—, no puedes acercarte a ella, sabes que terminará mal...

—¿Ves? Las dos te lo estamos diciendo, somos las únicas que podemos ayudarte, así que, o nos haces caso o nos hundimos las tres, ¿de acuerdo? ¡Tampoco vuelvas a ver a la doc!

Vencida, asintió con los ojos. Kevin las observaba desde la puerta.

—Hay comida —señaló al comprender que habían notado su presencia, y se alejó.

—¡Kevin! —llamó Ondina.

El chico no se detuvo.

—¡Tranquilas, no escuché nada!

Pero Siria no lo dejaría pasar, se calzó las botas a los tropezones y corrió hasta él. Era su amigo, no haría nada que las perjudicara. Lo necesitaban. Lo alcanzó cuando ya había atravesado la puerta para apoyarse en la pared del fondo a fumar un cigarro conseguido por ahí. 

Se plantó ante a él con los brazos en jarra.

—¡Dilo!

—¿No vas a hacer nada? —preguntó el chico con gesto agrio—. ¿Solo vas a seguir escuchándolas?

—No me gusta cuando arrugas la frente.

Kevin chasqueó la lengua, dio una larga calada y arrojó el humo formando anillos. A Siria se le nubló la vista. «No me regañes, no me regañes».

—¡Es que me enoja que te resignes! —estalló él—. ¡Te he dicho mil veces que puedo ayudarte! ¡Al menos, puedo intentarlo!

—No es tan fácil, Kev.

—Lo sé, pero si no tomas la decisión, nunca podrás. Tienes que ver a la doc.

—¡No!

—Te acompañaré y se lo contarás todo.

—No puedo, no puedo, no... —Apretó con fuerza las palmas contra las orejas.

Kevin la tomó por los hombros y la zarandeó ligeramente.

—¡Siria! ¡Escúchame!

Ella le clavó una mirada intensa, desenfocada y vidriosa. Su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco.

—No-vuelvas-a-sacudirme, ¿oíste? —masculló con los dientes apretados—. ¡No vuelvas a sacudirme! ¡Como lo hagas otra vez, el sauce llorará y tendré que elegir una puerta! ¡Entonces no va a gustarte! ¡Tendrás que correr!

Kevin la soltó de inmediato, había visto algunas veces aquella reacción, nunca con él. Asustaba cuando miraba así.

—Cálmate. No voy a hacerte daño, no fue mi intención molestarte.

Ella bajó la cabeza, sus ojos grises se mantuvieron fijos en los del chico. Finalmente relajó los hombros y suspiró.

—Lo sé. Tampoco quiero hacerte daño, no hagas cosas que no me gustan.

—De acuerdo. ¿Me perdonas? —Ella asintió—. ¿Vamos a comer?

—Sí.

A Kevin le hubiera gustado rodearla por la cintura, como tantas veces, y reír a su lado, pero no era tonto. La había alterado y ahora tocaba tener paciencia. Le sirvió patatas cocidas en una bandeja plástica, en la que también colocó una cuchara, y se la alcanzó. 

Siria no quiso preguntarle si Ondina y Keira ya habían comido. Kevin no las quería cerca, decía que le hacían daño. Y no estaba errado, pero le costaba alejarlas. La habían sostenido en sus peores momentos, se conocían de niñas, se acompañaban.

Keira, por ser más tranquila, gozaba de cierta simpatía por parte del chico, pero Ondina... Ondina era de cuidado. Era una muchacha de lo más exaltada, todo le caía mal, todo lo veía mal; había que poner mucha atención para hablar con ella. Difícil encontrarla con buen humor.

De todos modos, reconocía que su fuerza e intensidad, la habían librado de cometer aún más tonterías. Keira tenía el poder de calmarlas, pero Ondina las defendía, era capaz de todo por ellas. Keira en cambio, se escondía a llorar ante el menor conflicto, tenía un carácter débil y sensible. Y un corazón enorme. Siria oscilaba entre ambas. Veía, a las tres, como un triángulo perfecto al que nada ni nadie podría romper mientras se mantuvieran unidas.  

Aunque le hacían cada vez más daño, se sentía incapaz de valerse por sí misma en el mundo.

—No sé cómo deshacerme de ellas —murmuró tras morder el último bocado.

—Yo sí. Pero debes hacer lo que te diga.

—De acuerdo —No estaba de acuerdo. Era consciente de que jamás podría separarse de ellas. No quería. Alguna vez había pasado treinta días sin verlas. Y se sintió ajena. Pero necesitaba a Kevin de su lado.

—Te conseguiré los remedios —aseguró él.

Ella asintió. El filo de la hoja con que se habían pelado las patatas brillaba sobre la mesa. En un segundo, la mano de Ondina estuvo a punto de hacerse con el cuchillo y abalanzarse sobre el muchacho. Siria alcanzó, apenas, a detenerla.

—¡¿No te das cuenta de que quiere deshacerse de nosotras?! —gritó la atacante con furia.

—¡Keira! —llamó el chico, aterrado— ¡Keira!

—¡Ella no vendrá a salvarte, rata inmunda!

—¡Vete! ¡Vete! ¡Vete! —Con mucho esfuerzo, Siria se impuso sobre su amiga y esta se alejó llena de frustración y rabia. Keira sollozaba en un rincón, se abrazó a ella y la acunó—. Tranquila, ya pasó todo, ya pasó. —Llevó los ojos hacia Kevin, que se había parapetado en la otra esquina, con la misma mirada intensa y amenazadora que tanto lo atemorizaba—: Debiste darte cuenta de que podían escucharnos. 

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora