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Un frío glacial envolvía Los Sauces. Carmela dejó el recinto casi a las nueve con un hambre feroz. La única ingesta del día había consistido en un café lavado y dos bizcochos resecos que le había convidado Eliana en la morgue. Ya habían pasado unas cuantas horas.

Le costaba cocinar para ella sola, solía arreglárselas con una ensalada comprada en el súper, un sándwich o alguna fruta. Pero le gustaba también, de vez en cuando, acercarse a alguno de los dos únicos restaurantes que había en el pueblo, donde se podía cenar estupendamente con locales limpios, excelente atención y, lo mejor, tranquilidad: dos o tres mesas ocupadas, no más de eso. De hecho, Carmela se preguntaba cómo se sostenían con tan escasa clientela.

Aquella noche optó por el que se encontraba a medio camino hasta su casa: Pinar del Río.

El dueño del lugar, Rolando, un cubano simpático que rondaba los cincuenta y aparentaba cuarenta, oriundo de la ciudad que daba nombre al negocio, la recibió con su habitual y efusiva simpatía. De no ser por la mirada torva de la inspectora, la hubiera abrazado. No era la primera vez que lo intentaba y Carmela estaba segura de que seguiría haciéndolo hasta que, alguna vez, la tomara desprevenida. No era su intención permitirlo. 

El hombre apaciguó su impulso y le recomendó un lomo a la pimienta que, a su criterio, estaba de muerte. Carmela aceptó con gusto; lo pidió con ensalada y un cuarto de vino tinto.

Luego caminó despacio hasta ubicarse en una mesa junto a la ventana, desde allí tenía una excelente visión de la calle lateral y alcanzaba a ver la fuente y uno de los bancos de la plaza. La estupenda luna que colgaba del cielo dotaba al paisaje de una incandescencia plateada, tan bella, que la extasió. Tomó una foto con el celular. No salió como esperaba debido al vidrio, que reflejaba las luces del interior; de todos modos, la imagen mostraba lo que ella veía: la soledad de la noche.

Rolando se aproximó con su sonrisa eterna.

—¡Está cada día más linda, inspectora! —murmuró después de volcar una pequeña ración de vino en la copa y dejar la botellita en la mesa. Ella curvó apenas los labios en agradecimiento.

Tras beber unos sorbos, repasó las fotografías tomadas en casa de los Sócrates, detalló mentalmente las pistas de su primer caso. Sin elementos para determinar un suicidio, pero con algunos indicativos de muerte dudosa, estaba entusiasmada. Hombre de veintinueve años que, al menos en apariencia, lo tenía todo. Atractivo, buen patrimonio, licenciado en psicología recién graduado y en buenas relaciones con su novia. Los padres llegarían al día siguiente desde Madrid, tal vez con ellos descubriera algo más. A todo el pueblo parecía asombrarle que Pablo Sócrates se suicidara. En palabras de su novia, el muchacho pasaba una temporada en Los Sauces con intención de montar un consultorio que cubriera también los pueblos aledaños. Por el momento, integraba el plantel del Hospital Público de Puerto Arenas. No atendía demasiados pacientes y, los que tenía, no eran críticos porque aún le faltaba experiencia, pero tanto él como sus mentores confiaban en que desarrollaría una gran carrera. Era un tipo inteligente y muy estudioso.

Revisó la fotografía de la hebra negra en la soga, que ya había sido enviada al laboratorio al igual que la imagen de la huella en el piso encerado. A falta de escuadras había colocado su pie como punto de referencia. Su talla era mayor que la impresión dejada. No podía ser de un hombre, dedujo. Convinieron, con Eliana, que debía tratarse de un calzado treinta y seis, que era la medida de la doméstica, aunque las zapatillas que usaba para trabajar tenían un dibujo distinto en la suela. Por otro lado, la persona que había dejado tal marca acentuaba los pasos hacia afuera, la impresión de Mercedes era completa. Ésta reiteró que no había entrado ese día en la casa. Destacó que era imposible que la huella fuese suya ya que, al encerar, tenía el cuidado de finalizar en la cocina y no volver a pisar la superficie trabajada. Usaba cera en pasta y habían pasado dos días desde su colocación. Quedaba comprobar si pertenecía a Carina, aunque, por su porte impecable, a Carmela le resultaba difícil imaginarla usando botas del tipo trekking. Debido al estado emocional de la chica, no le había mencionado el tema. Lo haría al día siguiente.

Rolando se acercó con el plato y lo depositó frente a ella con todo cuidado, como quien deja un recién nacido en la cuna.

—Que lo disfrute, bonita.

—Se ve estupendo, Rolando, muchas gracias.

Probó un bocadillo, estaba exquisito.

La muerte se había producido entre las doce y las doce y media de la noche. El cuerpo no presentaba lesiones de defensa. Prefirió ahorrarse las imágenes de la morgue que aún se movían por su cabeza y continuó revisando las del teléfono. La frase ¿Qué puerta vas a elegir? tenía que significar algo para alguien. Eliana había sacado muestras para analizar la pintura, ya que no era sangre, como pensaron en el primer momento. No se encontraron impresiones dactilares y, aunque Carmela conservaba ciertas dudas sobre el equipo, debía reconocer que en el único caso en el que había trabajado en Los Sauces, como ayudante del inspector Correa, las huellas estudiadas por la misma cuadrilla de la que ahora dudaba, fueron determinantes para resolverlo.

Le agradaba Correa. Andaba por los cincuenta y tantos y poseía todos los aditamentos de un investigador de su edad, vientre abultado, cabellera en decadencia y una cantidad considerable de arrugas, resultado de años de fumador empedernido y bebedor compulsivo, llevaba más de treinta años encerrando criminales por toda la zona. Sabía que contaba con él en caso de necesitarlo. Esperaba que no.

Dejó el teléfono a un lado y se dedicó a degustar la comida. El clima en el lugar era tibio, solo dos mesas estaban ocupadas, ambas por parejas. Carmela llevó la vista hacia afuera. Estaba siendo un invierno más duro de lo habitual, aunque no sabía si era siempre así en aquel pueblo o se trataba de un año excepcional. De todos modos, no le molestaba. Le gustaba el frío. Era algo que compartía con Iván. El recuerdo la sorprendió, no quería pensar más en él. Imaginarlo en brazos de otra le sacudía el alma. No por celos, ya no lo amaba; le era imposible amar a alguien que la había descartado como a un trapo viejo. Era frustración lo que sentía, la llenaba de rabia. No haber podido formar la familia soñada. Lo innecesario de la mentira, el engaño, la sublevaba. El haber entregado el corazón a alguien estúpido y egoísta, no haberse dado cuenta a tiempo de con quién compartía la vida.

No pidió postre, la comida había resultado abundante y estaba satisfecha, pero se terminó el vino. Pagó la cuenta y salió al frío de la noche apenas pasadas las diez. No alcanzó a quitar el seguro del auto cuando algo la detuvo. Eran calles silenciosas y solitarias, las de Los Sauces, sin embargo, alguien cantaba en voz baja. Aguzó el oído.

Al fin de la senda descubrirás

tres puertas y escogerás

El sonido venía de la plaza, por eso giró en redondo. Había alguien en el banco, de espaldas a ella, de cara a la fuente y al sauce. Cabello oscuro, bufanda rosa. Mujer, sin dudas. Se levantó el cuello del abrigo y caminó hacia ella.

porque la sombra viene por ti.

Correrás, correrás. 

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora