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Correa conducía demasiado lento como para que alguien adivinara que era un investigador dirigiéndose a la escena del crimen. La inspectora Cerezo iba detrás, segura de que su mentor no apretaba el acelerador porque conocía la identidad de la víctima. Tal vez le costaba llegar. Se preguntó si tendría que ver con su caso pese a que el comisario, según creía, lo daba por cerrado.

«Quiere que me haga cargo, como si no tuviera bastante», había expresado Correa con cierta incomodidad al recibir la noticia del nuevo delito. Esto significaba, pensaba Carmela, que, o ella misma podría llevarlo adelante y Perdomo se lo negaba, o la importancia del nuevo hecho era tal que el comisario consideraba mejor que lo tomara alguien con más experiencia. Lo que fuera, le provocaba una mezcla de rabia y frustración. Se estimaba capaz de afrontar cualquier investigación. En todo caso, contaba con la valiosa intervención de su mentor.

La noche caía lentamente y la luna comenzaba a asomar en un cielo que se había despejado por completo y anunciaba frío lacerante.

El Peugeot de Correa se detuvo al final de una senda de tierra. La inspectora reconoció el lugar, había estado allí con Eliana en el verano, pasado menos de un mes de su llegada a Los Sauces; la médica le mostraba los pocos lugares bonitos que poseía aquel pueblo anodino y gris.

El arroyo era uno de los sitios preferidos por los más jóvenes, que no eran muchos en realidad, puesto que al finalizar la escuela primaria asistían a colegios de Puerto Arenas o de otros puntos cercanos y luego, por lo general, se marchaban definitivamente. Los pocos que se quedaban, tomaban clases particulares y rendían libre en las ciudades cercanas si querían acceder al certificado de estudios, ya que no había colegio secundario en Los Sauces debido, justamente, a la escasez de alumnos.

Perdomo los esperaba allí, de pie junto a uno de los tantos sauces que lo bordeaban, con las piernas separadas y los pulgares encajados en el cinturón. El abrigo sin abotonar caía hasta las rodillas como un manto oscuro, mientras que la incipiente luz lunar lo dotaba de un aura espectral. Carmela cayó en cuenta de que era la primera vez que lo veía fuera de la oficina.

El comisario los recibió con un gesto neutro que mutó a severo cuando la reconoció.

«¿Qué hace ella acá?», imaginó Carmela las palabras en boca de Perdomo. Pero éste se limitó a saludarla con un ligero movimiento de la cabeza y luego levantar una ceja al mirar a Correa, que no pronunció palabra.

Algunos policías rodeaban la porción de terreno que bajaba en ligera pendiente hacia el agua. La camioneta de rastros, con sus magros recursos, había estacionado de cola hacia el arroyo y sus luces iluminaban el sector. Para beneplácito de la inspectora, había alguien tomando fotos.

Les alcanzaron guantes de látex y los acompañaron con linternas. Carmela encendió, también, la luz del móvil. Perdomo inició el leve descenso hacia el agua y ellos lo siguieron.

Había que caminar con cuidado, los pasos resbalaban en el barro y en las piedras mojadas. El cuerpo se hallaba exactamente en el borde, semi sumergido. Un hombre con mono blanco, arrodillado junto a él, obstaculizaba la visión de forma parcial, lo que hacía imposible reconocerlo todavía. Pero Carmela distinguió las botas de buena marca con taco cuadrado y el pantalón de piqué gris, de corte elegante.

Recién cuando el hombre de blanco se incorporó, dejó a la vista el rostro marmóreo. Carmela enmudeció. Con un tajo borravino en la garganta, Carina Del Campo yacía boca arriba, con los ojos perdidos en algún ignoto vacío.

En el cerebro de la inspectora se acumularon las preguntas, las conexiones con la muerte de Pablo Sócrates, el cuerpo colgado, la huella, la pintura en la puerta. El rostro se le contrajo en una mueca de estupor e interrogante. Cuando logró salir de la profunda impresión que le produjo el hallazgo, se sorprendió mirando fijamente a Perdomo. Había cosas que no comprendía, otras que tenía miedo de preguntar. El comisario le sostuvo la mirada. Incólume, retador.

El hombre del mono blanco se puso de pie.

—Lleva muerta unas doce horas —determinó.

—¿Heridas defensivas? —preguntó Correa que también se puso de pie con cierta dificultad luego de haber permanecido en cuclillas, por más de cinco minutos, observando el cadáver.

—Tiene moretones en los hombros y los brazos, la sujetaron por detrás. Alguien diestro.

El cuerpo estaba totalmente vestido, por lo que se descartó el ataque sexual; de todos modos, el forense indicó que ello se confirmaría o no, de forma precisa, luego de la autopsia.

—Para eso esperaremos a la doctora Estrada —indicó Perdomo—. Llegará esta misma noche.

—¿Podemos hablar? —Correa pasó junto al comisario y continuó caminando con intenciones de que lo siguiera.

—Yo también quiero hablar con usted —intervino Carmela en un tono que rozó lo autoritario. Estaba enojada y quería respuestas. Respuestas sensatas. Convincentes al menos. Era indudable que tenía que ver con su caso.

El forense le sonrió por reflejo y se dispuso a guardar sus instrumentos.

—¿Estás bien? —preguntó al percibirla aturdida, con la mirada fija, aún, en el cuerpo.

—No lo sé. Es la novia de mi víctima.

—¡Oh! —Fue todo lo que expresó. Carmela se mordió la cutícula del pulgar, fastidiada por no contar con un cigarrillo que la acompañara. No había reaccionado hasta entonces que era, aquél, el comportamiento lógico de un médico forense. Objetividad total. No sugerir, siquiera, al inspector a cargo —no tenía por qué saber que no era ella— si un nuevo crimen tenía que ver, o no, con alguno anterior. No era su tarea investigar las razones ni las conexiones, sólo los cómo eran de su incumbencia. No los «creo que subió a esa escalerita y se colgó», ni los «tal vez necesitó un trago para darse valor», o «tal vez vino borracho de otro lugar». Chasqueó la lengua, molesta consigo misma por dudar de Eliana, aunque, por otro lado, había algo en aquellas palabras que parecían un intento velado de conducirla hacia la hipótesis del suicidio.

Abrió la boca para preguntar algo al forense cuyo rostro le resultó armonioso, al punto de silenciarla. Era un tipo moreno, alto y delgado, no mucho mayor que ella.

—¿Pudiste extraer material de abajo de las uñas? —preguntó finalmente, como si estuviera segura que, de alguna manera, Correa la dejaría intervenir en aquel proceso.

—Saqué lo que pude, pero es difícil que sirva, estuvo demasiado tiempo en el agua. Soy Franco Irrazabal —agregó, extendiendo la mano.

—Carmela Cerezo, inspectora de investigaciones. —El médico tenía un apretón firme, pero suave a la vez—. ¿Vienes de Puerto Arenas?

—Así es. He reemplazado a Eliana unas cuantas veces. No te he visto antes por aquí.

—Hace poco que estoy. ¿La viste este fin de semana?

Los oscuros ojos del muchacho brillaron con asombro.

—No. ¿Por qué?

—Creo que anduvo por allá, tenía unas pruebas que llevar a laboratorio.

—¡Ah! —Él suspiró con una sonrisa—. Entonces es difícil que la haya visto, ¿no?

—No comprendo.

—Lo que haya que analizar se lo deja a Sandra, ella es la que trabaja en el laboratorio forense. Yo estoy en la morgue. 

—Entiendo. Y esta... Sandra, por casualidad ¿tendrás algún número al que pueda llamarla?

El médico compuso una expresión dubitativa.

—¿No tienen los números de la división, en comisaría?

—Me refiero a uno particular, de ella. Me gustaría hacerle algunas preguntas.

Irrazabal terminó de colocar los instrumentos dentro del maletín y lo cerró, alguien le alcanzó una campera, se la calzó y cargó la maleta, dispuesto a marcharse.

—Deberías pedírselo a la misma doctora Estrada. Es su hermana. 

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora