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El frío le contaba cuentos. Cuentos que conocía bien —desde la piel—, de una vida vieja a la que no volvería, gracias a Dios. Cuentos, crecidos en la voz materna, de niños que vivían en casas de nieve, lejos, muy lejos. Cuentos que nadie más escuchaba, que nadie más quería oír. Cuentos que disfrutaba ahora como a los cinco años. O seis. O siete. O cualquier otro número anterior al doce. El frío la calmaba. Como la calmaba Keira, a veces. O la lluvia, que lavaba sus culpas y lloraba sus pérdidas. Le gustaba el frío pese a que dolía.

Estaba asustada y necesitaba pensar, una de las cosas que más le costaban. Acomodar los torcidos engranajes de su cerebro no le resultaba fácil. Por eso iba a la plaza. A recordar. A no olvidar. A intentar explicar. A entender y a escuchar al frío. A ver a mamá. A consolar al sauce —nada peor que se pusiera a llorar—, no ahora, no era momento, no tenía pastillas. Kevin prometió conseguirlas, pero aún no regresaba de donde fuera que haya ido a buscarlas.

Al llegar a la esquina se detuvo. Observó a los lados. El restaurante del cubano tenía las luces encendidas. Tenía hambre y no quería ir sola; el dueño era amable, aunque con las gentes nunca se sabe. Debería volver a su casa, pelear con Ondina y con Keira, y esperar a Kevin que se había ido la tarde anterior, enojado y asustado. Como si ella fuera capaz de hacerle algún daño.

Ahora no podía echarse atrás, ya estaba allí. Solo ahí encontraría a su madre colgada del árbol. Si se alejaba, la dejaría sola. Otra vez.

Tenía miedo de abandonarla. No podía dejar de atender al sauce. Era el único que de verdad la ayudaba. Aunque siempre llegaba tarde.

Avanzó con paso inseguro, como cada noche que lo visitaba. Se sentó en el mismo banco de siempre y prestó toda su atención a la noche.

«Hola, como estás, yo tenía una moneda y no la tengo más. Te he visto por allí mientras cantabas a la luna con tu vestido rosa. Tenías una canción para cada cosa».

Una sonrisa apareció en sus labios delgados, relajó las manos sobre la falda, mantuvo la vista fija en la rama alta. Hasta que, al fin, apareció ella, con la piel blanca y los ojos perdidos, balanceándose con la soga al cuello. No la extrañaba, no la necesitaba. Era solo una pena honda enterrada en el pecho que no la dejaba en paz.

«Cualquiera se pone un gorro y pasea por los acantilados sin nada que ofrecer. Uno, dos y tres, yo sé cómo es».

Cuando el viento acalló su voz, empezó a cantar con la voz finita. Al frío no le gusta el silencio. Una ráfaga zarandeó la larga cabellera del árbol y unas hojas pequeñas se desprendieron.

—¡No, no! ¡No llores! —rogó en un susurro.

Pero el entristecido sauce no pudo contener un desconsuelo ahogado y desgarrador. Siria se puso de pie con los ojos muy abiertos. El cuerpo de su madre se hamacaba con la ventisca. «¡Una puerta, una puerta, una puerta!» era todo lo que pasaba por su cabeza mientras corría. «¡El sauce llora, el sauce llora!»

La única puerta segura era el asentamiento, no quería ir allí. Donde quería, era la más difícil, habría problemas. Y la que jamás debía cruzar.... ¡No! Ya estuvo allí. ¡Fue tan difícil volver!

«El tiempo se acaba, debes escoger una. ¡Ya!»

Dos brazos la sostuvieron, luchó para escapar, pero fue imposible. Apoyó la cabeza en el pecho ajeno y se largó a llorar. Vencida.

«Solo la luna te escucha, ángel mío, no le des nunca la espalda, no tengas miedo a su brillo, ruégale y cuéntale, ella siempre estará para ti, y yo con ella, mi amor. Y yo con ella». 

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora