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El timbre la sorprendió medio adormilada entre la libreta de notas y el móvil. Se levantó con pesadez y se vistió a las apuradas con un jean y una blusa de lana. Se acomodó la melena con los dedos, segura de que las ojeras delataban el magro descanso del que era víctima desde hacía poco más de una semana.

No lograba dormir demasiado, aunque para la madrugada, podía decirse que había logrado, al menos, calmar los nervios y echado un sueñito corto.

Al abrir la puerta se encontró con Perdomo. En los últimos días se había inclinado por no asistir a la comisaría, así que llevaban tiempo sin verse las caras. El superior la saludó con una especie de gruñido y gesto de pocos amigos. Carmela se figuró que el malhumor se debía al cansancio. Dos muertes sin resolverse era mucho para alguien acostumbrado a la calma de un pueblo como Los Sauces.

Lo invitó a entrar, no porque quisiera, sino por cortesía. Carmela Cerezo era una persona ordenada en extremo y todos lo sabían, pero justo aquel día, su casa parecía haber sufrido un cataclismo. El comisario no pareció notarlo, o no le importó, se quitó el abrigo y la bufanda, y los colgó en el perchero.

—Bonita casa —comentó. Carmela levantó una ceja. Él le entregó una carpeta delgada—. Los antecedentes de Pablo Sócrates —explicó.

—Creí que los tenía yo.

—Tienes el de acá. Esto lo enviaron de Puerto Arenas, está tan limpio como el nuestro; pensé que igual querrías verlo.

—Supongo que lo trajo la doctora Estrada. Hace una semana. —El comisario si limitó a apretar los labios. Carmela prefirió no seguir con el tema—. ¿Café?

Perdomo aceptó; por lo que dejó la carpeta sobre la mesa y se encaminó a la cocina donde tuvo que ponerse a lavar algo de vajilla para poder servir dos tazas decentes. Se entretuvieron algunos minutos charlando de nimiedades, como el estado del tiempo o las virtudes de consumir alimentos vitaminados en épocas invernales. Sostuvieron después un corto e incómodo silencio, hasta que, por fin, el comisario decidió a iniciar la charla pendiente.

—Vine a disculparme —señaló—. Tienes razón en estar enfadada. Te aclaro que no es que no confíe en ti, sabes que lo hago. Hice todo por dejarte a cargo, pero los Sócrates pidieron que sea Correa quien continúe el caso.

La inspectora estudió el semblante ajado de su superior. Se veía preocupado.

—Lo sé, estuve con él anoche. Lo único que sacamos en limpio es que los casos están conectados; por lo demás, parece que todo cae en un punto muerto... Ninguno de los dos era infiel, tenían proyectos, no tenían deudas...

Perdomo revolvió por tercera vez el café al que se había negado a agregar azúcar.

—Hay algo en todo esto que no me gusta, Carmela.

Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila. La inspectora lo observó por encima de la taza con que humedecía sus labios. Se veía demacrado y pálido. Las sombras, que usualmente tenía bajo los ojos, se habían acentuado. Tenía más arrugas.

—A mí tampoco —coincidió—. Hay mucho que no me cierra... ¿Sabe por qué Eliana insiste tanto en que Pablo se suicidó?

—¿Porque no tiene duda?

—Y usted, ¿qué piensa?

—Yo tengo que guiarme por la evidencia, lo que ella me presentó es bastante sólido. No hay cómo probar que fue un crimen... —A la inspectora le pareció ver un cierto sonrojo en el semblante del hombre—. El legajo de Sócrates está limpio; ahí está, en la carpeta que te traje. Ni multas de tránsito tiene. Tuvo un solo problema en toda su vida y hasta eso se aclaró.

—¿Qué problema?

—Tonterías de juventud. Dos denuncias que, como te digo, no prosperaron, nada grave. Son de su época universitaria.

—Que no fue hace tanto.

—Fueron señalados como delitos menores.

La inspectora se recostó en el sillón y exhaló liviano. 

—¿Qué tipo de delito?

—Acoso. El juez lo sobreseyó, determinó que fue más bien un «exceso de confianza». Fue hace mucho... —Carmela se incorporó de golpe. Palabras, frases escuchadas días atrás acudieron a su memoria sin orden alguno. —¿Qué? —preguntó el comisario.

—¿Usted sabe quién es Siria Mendizábal? —preguntó con torpeza, dejándose llevar por el impulso de sus pensamientos.

—Sí, claro. Vive en el sur, con una tía.

—No, nunca se fue. Está acá, en Los Sauces...

—Ah, la conoces. No entiendo que tiene que ver ella con todo esto...

—La canción que canta, la del sauce y las puertas... ¡Las botas! ¡Dios mío! ¡Eliana conocía a la mamá de la chica!

—A Ivanna, sí. Yo también la conocía. ¿Qué hay con eso? ¿De qué botas hablas?

—Las de Siria..., es una chica casi tan alta como yo... Podría... No entiendo.

—No, ni yo. —Perdomo esperó que se explicara, pero, ante el interminable silencio, se puso de pie—. Te habrás dado cuenta de que aparté a Eliana por... algunas cosas que hablé con Correa. Sigan investigando y manténganme informado, ¿de acuerdo?

—Comisario... ¿Cómo es que usted aceptó tan rápido la teoría de Eliana?

El superior se colocó el abrigo y carraspeó. Sus mejillas se colorearon, sus ojos se mantuvieron fijos en la abotonadura del gabán.

—Me presentó las pruebas de laboratorio, me pareció convincente. Es una profesional de años... Una buena profesional. Suele ser... muy persuasiva cuando se lo propone.

Carmela intuyó algo, pero escogió no preguntar por temor a meter la pata. Se suponía que Eliana era su amiga, si hubiera mantenido una relación sentimental con Perdomo se lo hubiera contado. Al menos prefería creer que lo habría hecho. 

—Necesito el expediente de Ivanna Mendizábal —expresó con un cierto autoritarismo que sobresaltó a Perdomo.

Él adoptó una actitud pensativa mientras se acomodaba la bufanda.

—De acuerdo. Hablaré con Nievas; hoy es domingo así que está de guardia. Le diré que busque la carpeta y la deje sobre tu escritorio.

—¿Está de guardia? Fantástico. Por favor, dígale que proceda y que lo veré en un rato.

Perdomo asintió y se despidió con una cierta frialdad que Carmela no tomó como tal, sino más bien, como una marcada molestia por la situación en la que se había colocado, solita, Eliana Estrada. 

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora