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Era pasado el mediodía cuando salió de casa de Eliana con rumbo a la comisaría. Correa le había dejado un mensaje grabado donde le informaba que se había hallado el arma que mató a Carina Del Campo. «No te imaginas a quién pertenece», le dijo. También le informó que había conseguido el expediente médico de Siria en el Hospital de Puerto Arenas. 

El cerebro de la inspectora comenzó a unir los puntos. Todo conducía a un mismo lugar. «¿Qué puerta vas a elegir?». Tal vez lo había descifrado, aunque faltaba llenar blancos.  Excitada por el descubrimiento dio unas cuantas vueltas sin sentido hasta que se sorprendió en los alrededores de la plaza. Y allí lo vio. Un jovencito, más o menos como el descripto por Rolando, se hallaba sentado en el mismo banco en el que lo hacía Siria. Estacionó y decidió acercarse.

—Hola —saludó.

El joven giró la cabeza hacia ella. Tenía el cabello castaño y los ojos oscuros, muy vívidos, aunque enrojecidos. 

—No te asustes. Vengo en son de paz —declaró ella con una sonrisa suave, endulzando la voz—. ¿Puedo sentarme? —El chico asintió y se corrió ligeramente hacia el lado opuesto—. Al fin hay sol, ¿verdad? No logro acostumbrarme al frío de este pueblo.

—¿Es de Puerto Arenas?

—Así es, llegué hace unos meses. Soy Carmela. —Extendió la mano. El muchacho dudó, pero al fin sacó la suya del bolsillo y la estrechó débilmente.

—Kevin —murmuró.

—¡Oh! Eres el amigo de Siria, ¿verdad?

—Y usted es la policía que conoció la otra noche.

—¡Sí! ¡Te habló de mí, qué bien! Y dime, ¿son ustedes muy....?

—¿Puede ayudarnos? —interrumpió con mirada de súplica.

Carmela apartó de su hombro la cinta del bolso y lo apoyó en su regazo.

—Puedo intentarlo, por supuesto. Dime.

El chico sacó un cigarrillo y, antes de guardar la cajita, miró dubitativo a Carmela.

—No fumo, gracias.

Demoró lo que pudo en encender el cigarro.

—Yo vivo... —balbuceó—, nosotros vivimos...

—En el asentamiento, lo sé. Me contó Siria.

—En realidad es el galpón donde estaba la curtiembre, allí nos juntamos los que no tenemos casa, a veces hay diez o quince, a veces tres. A veces solo estamos... nosotros, en general solo estamos... los cuatro.

—Los cuatro son...

—Siria, Keira, Ondina y yo... Sucede que Siria asusta a veces, ¿sabe? Yo la entiendo, pero nadie más la entiende y le tienen miedo... Bueno, la verdad es que a veces a mí también me da miedo...

—¿Por qué? ¿Es agresiva?

—A veces. Cuando se enoja. Es cómo lo mira a uno, ¿entiende? Como si viera adentro de uno. Pero no es mala, ella está... muy mal desde las muertes...

—¿Te refieres a su madre?

El cuerpo del chico se puso rígido.

—Sí.

Carmela tuvo claro que dijo «las muertes» y que se arrepintió al momento de haberlo soltado, prefirió no presionarlo.

—Es lógico que le cueste superarlo; de todos modos, fue hace mucho tiempo, ¿verdad?

—Ocho años. —La miró fugazmente de rabillo y volvió los ojos al árbol—. Se colgó allá.

—¿Crees que lo hizo ella misma? ¿Qué se suicidó?

Kevin movió la cabeza, afirmando.

—Tú... ¿Ya conocías a Siria cuando ocurrió?

—No. La conocí después, en la consulta. Ella estuvo en tratamiento por todo aquello... pero yo la veo cada vez peor...

—Y esas amigas... Keira y Ondina... ¿no la ayudan?

—¡Ellas son las culpables de que esté peor! Sobre todo, Ondina. ¡Está loca!

—¿Qué es lo que hace? —El muchacho dio dos caladas largas, temblorosas—.  Kevin, ¿qué es lo que hace?

—¡Le llena la cabeza, le dice que no haga lo que tiene que hacer, la regaña todo el tiempo!

—¿Y Keira?

—Es más tranquila. —Los ojos oscuros se deslizaban con rapidez entre los de Carmela y el piso, una y otra vez—. Ella... es muy miedosa.

—¿Y de qué tiene miedo?

—De que la...s descubran. Por eso no podemos hablar con la policía... usted es una espec... una excep...

—Excepción.

—Eso.

—Lo agradezco. Y prometo no decir una palabra a nadie hasta conocer toda la historia.

—¿Luego sí, irá a contárselo a los demás polis?

El miedo brillaba en los ojos del chico. Carmela sintió una pena profunda, aunque no podía explicarse por qué. Era evidente que estaban desamparados, pero determinar de qué escapaban, o a qué temían, era algo que no imaginaba.

—Dime una cosa, Kevin, ¿quiénes saben dónde viven ustedes cuatro?

—Lo cuatro, nadie. Pero mucha gente sabe dónde estamos Siria y yo.

Aquello sí la desconcertó.

—De acuerdo. ¿Conoces los apellidos de Keira y Ondina?

Kevin negó con la cabeza.

—Siria me contó que las conoce de niña... que se criaron juntas... ¿tú las has visto?

El chico frunció el entrecejo.

—¡Por supuesto! ¿Qué cree? ¿Que estamos locos?

—No, no, no dije eso. Es que... bueno, dime, ¿de qué se esconden?

—No puedo decirle, lo siento. Es que... Siria va a enojarse mucho conmigo. Solo ayúdela.

—Y ¿cómo voy a ayudarla si no sé lo que ocurre?

Se había puesto de pie y la miraba con angustia, confuso.

—Ese tipo le hizo daño y ella solo.... 

Salió corriendo hacia atrás del sauce, probablemente buscando su amparo. Carmela quedó sin poder de reacción durante algunos segundos, luego fue tras él. Pero el muchacho, conocedor de los laberínticos pasajes de Los Sauces, había desaparecido.

La inspectora subió a su auto y se encaminó directo a la comisaría, donde le pidió a Nievas que la acompañara.

—Supongo que sabes dónde está el galpón de la antigua curtiembre.

—Sí, claro.

—Bien, pues guíame hasta allá.

—De acuerdo. Llegó el estudio de la lana que le dio a Correa.

—¿Y?

—Había un cabello enredado que, por supuesto, contiene ADN. Lamentablemente está en el sistema...

—¿Quién? ¡Habla!

—La chica Mendizábal.  

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora