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Carmela se plantó en la puerta de aquella casa a la que había acudido tantas veces, feliz, al encuentro de su amiga, llevando una botella de vino. Ahora las manos iban vacías, apretadas en los bolsillos.

Eliana abrió la puerta, como si estuviera esperándola.

—Anda, entra —dijo con una sonrisa, dejando el paso libre. Levaba medias cortas y una sudadera que apenas le tapaba el culo. Se dejó caer en un sillón de la sala—. Creí que me enteraría por ti de la muerte de Carina —agregó con cierto reproche.

—Creí que éramos amigas —retrucó, lacónica. 

—Lo somos.

Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre una banqueta, después se sentó enfrente y se acodó en sus propias rodillas.

—Si lo fuéramos, me habrías contado, por ejemplo, que mantienes una relación con Perdomo.

La forense soltó una carcajada que sonó angustiosa.

—¡Relación! ¡Carmela, por favor! Nos acostamos de vez en cuando... No puedes culparme por no contártelo, el mismo Adolfo me pidió «discreción absoluta». Entiéndelo, ¡es el comisario!

—¿Y la huella? Nunca se la entregaste a tu hermana. Ni la hebra.

—¿Y cómo te enteraste de eso?

—Hablé con Sandra.

—¿Y me traicionó? ¿Mi propia hermana? —Sonreía, pero estaba dolida—. ¿Estás investigándome?

—Y ¿tú qué crees? Mientes con los resultados de los estudios e intentas convencerme de que cierre el caso. ¿Qué esperabas que hiciera?

—¡Madre santa! ¡Cuánto stress! ¿Whisky?

—Estoy trabajando.

—Lo tomo como un no, entonces. ¿Un aburrido café? —Carmela asintió y Eliana se dirigió a la cocina. —¿Sabes que me suspendieron? —gritó desde allí.

—¿Te sorprende?

—Verás. —Le entregó el café en una taza que ella misma le había regalado—. La cosa es bastante simple, en verdad. Sé de quién puede ser esa huella y no quiero que se la involucre por dos razones: primero, porque sé que no hizo nada. Segundo, porque Sócrates se suicidó, no hay nada que investigar. Y no se puede hacer mucho con una huella tomada desde un teléfono. —Volvió a sentarse con una pierna cruzada. 

—Sin embargo, gracias a esa fotografía, hoy sabemos con certeza que pertenece a una bota Olmo número treinta y siete —especificó Carmela. El rostro de Eliana se transfiguró—. ¡Si sabes a quién pertenece tienes la obligación de contarme!

—¡Adolfo debió haber cerrado esa maldita investigación! Mira, Pablo Sócrates se suicidó, ¿entiendes? ¿Y sabes por qué? ¿Lo investigaste? ¿Sabes que fue acusado de agresión sexual, que su papito puso dinero y todo quedó en la nada?

—Las denuncias fueron retiradas.

—¡Claro que fueron retiradas! ¡Porque las víctimas fueron amenazadas! Escucha, Carmela, hazme caso, confía en mí, ciérralo, ¿quieres? Ese tipo era una basura, se aprovechaba de su rol de psicólogo. O de maestro, cuando iba a sus famosas asociaciones a tratar a gente necesitada. Manoseaba a las chicas... Las pocas que se atrevieron a denunciar terminaron siendo acalladas por su papito.

—¿El padre? Justamente fue el padre quien dijo que era demasiado cobarde para suicidarse.

—¡Demasiado cobarde para enfrentarse a cierta acusación! ¡Por eso se mató!

—¿Qué acusación?

Eliana se levantó a buscar un trago.

—¡Alguna que le habrá llegado! ¡O no quiso enfrentarse a su puta novia, que sabía que era un... sinvergüenza! —Sin preguntar, le sirvió también a Carmela que, al cabo, aceptó. Ahora sí lo necesitaba.

—¿Y la pintura en la puerta?

Eliana sacudió la cabeza con impaciencia.

—Nada, alguna travesura de alguien...

—Puede ser. Aunque me resulta llamativo, ¿sabes? Conocí a una chica que canta una canción que tiene que ver con esa leyenda que apareció en la puerta.

La doctora quedó inmóvil por unos segundos.

—Los niños cantan todo el tiempo —desestimó—. Yo, de niña, cantaba: La araña pequeñita subió por el balcón, vino la lluvia... ¿tu no cantabas?

—¡Estoy hablando de una canción que inventó la madre de esa chica antes de colgarse de un puto árbol! ¡Y creo que sabes perfectamente de qué estoy hablando! ¡Un momento! —La inspectora se puso de pie y caminó, con el vaso en la mano. Su cabeza hilvanaba ideas.

—¿Qué?

—Siria... Usa botas Olmo si no me equivoco y... ¡Claro! ¡Perfectamente puede calzar treinta y siete...! Tu conocías a su madre... Es eso, ¿verdad?

Eliana se removió en el sillón, como si, de pronto, fuera el sitio más incómodo del mundo.

—¡Está bien, está bien! —Se levantó de un salto—. ¡Te voy a contar lo que sé! Siria tiene una historia de vida brutal. Es producto de una violación. Un obrero que trabajaba en la casa. En un primer momento, Ivanna no dijo nada por miedo,  pero cuando se enteró de que estaba embarazada, no le quedó más remedio, pobrecita. ¿Sabes cuál fue la respuesta de su padre? Bofetada y a la calle. La echó. Teníamos diecisiete años... Mercedes le dio amparo. Yo no podía hacer nada porque era tan chica e inocente como ella... Y mis padres me hubieran ahorcado si intentaba ayudarla.

—Mercedes, ¿la empleada de los Sócrates?

—Sí, en aquel entonces trabajaba para los Loréfice, conocía a Ivanna desde niña. Tiempo después se refugió en los brazos de Gerardo Mendizábal, un tipo, en apariencia correcto. Resultó ser un borracho mal parido que descargaba todas sus frustraciones en ella. Ivanna comenzó a consumir para soportarlo, para criar a su hija. A pesar de la forma en que fue gestada, ella amaba a esa bebé, era lo único que tenía... Y así creció la pobre criatura, en un hogar destrozado, violento, cargado de vicios. 

»Un día, Gerardo mató a Ivanna, la colgó del árbol de la plaza y desapareció de la faz de la tierra. Siria quedó con la tía, estuvo en varios tratamientos psiquiátricos. Se cree que ella vio todo, pero nunca habló. Ni una palabra. La tía quiso alejarla llevándosela a vivir a Europa, pero se negó a acompañarla, entonces la dejó con Mercedes; estuvo unos días en su casa, luego quiso irse y Mechi no pudo detenerla. Vive por ahí, con otros pordioseros, pero siempre la vigiló, ¿sabes? Siempre estuvo ahí si la necesitaba. Por eso la contactó con Pablo, para que la tratara... ¿comprendes? 

—¿Pablo le hizo algo a Siria?

—No lo sé —Carmela notó que Eliana temblaba—. Carina tal vez le hizo algo, le tendría celos...

—¿Carina?

—Sí, qué se yo, no me hagas caso, no sé ni lo que digo.

—Pero intentaste encubrir algo.

—¡Intenté mantener a Siria fuera de todo! ¡Ya bastante tiene la pobre con la vida espantosa que tuvo y con ver a su madre colgando de un árbol cada maldita noche!

—¿Crees que Siria mató a Pablo Sócrates?

—¿De verdad crees que Siria tiene la suficiente fuerza como para colgar a un tipo de una viga? 

—Tal vez tuvo ayuda.

Cuando escuches llorar al sauceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora