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El cuerpo estaba destrozado. Los brazos yacían como a diez metros uno de otro; una pierna, en lo alto de la escalinata; la otra, entre los arbustos de uno de los canteros. El torso, quién sabía a dónde había ido a parar. En el medio, rodeada de un caos de cables, tornillos, restos de placas y componentes, se encontraba la cabeza, tan abollada que resultaba imposible reconocer sus rasgos, si es que los había tenido en primer lugar.

Ni siquiera con el androide en ese estado se atrevía la detective Lavinia Di Fiore a fijar la vista en él. En cuanto se dio cuenta de que no se trataba solo de un montón de basura, tras pisar algo que resultó ser una mano, se detuvo, le dio la espalda a la fachada del espléndido rascacielos que se erguía en toda su espejada magnificencia y esperó.

Esperó, impaciente, pero decidida a no mover ni un dedo hasta que apareciera su asistente, Camila, que también era su nieta, aunque ella la consideraba más hija que su propia hija. Esperó más de media hora, obligándose a concentrarse en la gente que iba y venía a su alrededor, no solo para no pensar en la cosa que yacía desparramada en la explanada de Androides y Robots S. A., sino también, y sobre todo, para ignorar los mensajes de la psicóloga, que con seguridad quería saber por qué había faltado a la sesión otra vez.

Cuando por fin apareció la muchacha, Lavinia estuvo a punto de reprocharle la tardanza, pero al ver el estado deplorable en el que se encontraba, palidísima, con unas ojeras más que evidentes a pesar del maquillaje y el aire ausente, el malhumor cedió a la preocupación:

—¿Te desvelaste estudiando de nuevo o estás drogada?

Camila se detuvo en seco; tardó unos instantes en responder, como si no hubiera entendido la pregunta, o le costara encontrar las palabras.

—No, es que... los finales... Los finales... Me está costando prepararlos.

La expresión de Lavinia se suavizó.

—Ay, nena —dijo en un tono más calmado—, después de esto te vas a casa y descansás un poco. Creo que tengo tilo en...

—No llego, abu. Es un montón. Me faltan casi la mitad de las unidades.

—¿No querés que busque a alguien que te ayude a estudiar? Conozco un montón de abogados que me deben favores. Algunos están jubilados, pero...

—Sí. Sí, por qué no...

Sonaba poco convencida, pero Lavinia haría lo que fuera por ella, en especial si eso significaba que no seguiría sus pasos. Aunque eso significara cobrar favores de hacía más de veinte años.

Pero primero lo primero.

—Bueno, acompañame a la oficina del tipo ese, y ayudame con el coso ese que está ahí tirado, que seguro me va a hacer alguna pregunta.

—Sí, abuela.

La tomó de la mano y, juntas, se acercaron a la escena del crimen, que ya había sido acordonada y se encontraba rodeada por policías y empleados de Androides y Robots S. A.



La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora