XXII

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Por dentro, la recepción no tenía nada que ver con el resto del edificio. Si bien era una habitación bastante más pequeña de lo que solían ser las oficinas del gobierno, se encontraba tan despojada, pulcra y blanca como cualquier otra dependencia.

Dominaba el espacio un escritorio formado por una estructura de metal, sobre la cual descansaba una gruesa superficie de vidrio, dominaba el espacio. Tras él, una muchacha muy joven, de aspecto igual de pulcro, que hablaba con alguien a través de un comunicador. A la derecha, media docena de sillas metálicas, una al lado de la otra, lustrosas como si nadie se hubiera sentado en ellas jamás. A la izquierda, una puerta de vidrio esmerilado, muy semejante a las que habían visto en Androides y Robots S. A.

Las recién llegadas entraron y se dirigieron hacia la recepcionista, la cual las frenó, autoritaria, con un gesto de la mano sin mirarlas ni interrumpir la conversación. Ellas se detuvieron en seco y permanecieron de pie mientras la otra les daba la espalda y bajaba la voz, una precaución inútil desde el momento en que hablaba en un idioma que ninguna de las visitantes pudo reconocer.

—¿Nos sentamos? —propuso Camila.

—Dale —respondió la detective—. Quién sabe cuánto va a tardar. Tiene algo raro, me da escalofríos.

Camila dio un respingo al oír esto último.

—¿Qué? —preguntó Lavinia, pero en seguida comprendió el gesto de la nieta—. No me digas que es... Pero la puta madre.

—Bueno, abu, ya sería hora de que te fueras acostumbrando.

—¡Ah, sí, claro! Esperá que apreto este botón y se me pasa. ¡Listo, qué fácil!

Camila bufó y puso los ojos en blanco.

—Es que una se cansa de escucharte —dijo cambiando de posición en la silla—. Y ni siquiera le hacés caso a la única persona que te puede ayudar. Igual, no sé qué tenés en contra de los robots.

—Yo no tengo nada en contra de los robots. Mi problema es con la gente que los hace. O sea, ¿me querés explicar para qué mierda quieren que se parezcan tanto a nosotros? ¿Tan importante es eso?

Camila abrió la boca para responder, pero no dijo nada. Se quedó mirando el vacío, con los ojos abiertos y las cejas levantadas, sorprendida al darse cuenta de que no sabía la respuesta.

Todavía no había articulado una palabra, cuando entró una mujer a la oficina, que más que mujer parecía una adolescente, a juzgar por su tamaño, tropezando con el felpudo de la entrada y protestando en voz baja, como si hablara sola:

—¡Pero la puta que lo parió, qué tacos de mierda! ¡Quién carajo me manda a vestirme como una persona a la que le importa su trabajo, si a estos hijos de puta les importa una m...

La andanada de insultos se detuvo al levantar, la muchacha, la cabeza y encontrarse con dos rostros sorprendidos que no había visto en su vida. Bueno, quizás el de la vieja le resultara vagamente familiar, pero no estaba segura.

—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó de mal modo, un poco para disimular el sonrojo que, estaba segura, se debía ver clarísimo a pesar de todo el maquillaje que llevaba encima.

Resultaba bastante chocante el contraste entre el mal carácter que parecía tener y el aspecto de muñequita: no debía medir más de un metro y medio de altura, tenía el cabello rubio atado en una cola larguísima y tenía la voz finita, todo lo cual se coronaba con matiz rosado de su traje blanco.

—¿Quiénes son ustedes? —repitió la mujercita mientras se cambiaba los zapatos de taco alto por las pantuflas tejidas que le ofrecía la recepcionista que, por lo que parecía, también era su asistente.

—Estamos esperando a la encargada de la Oficina de Asuntos Cibernéticos —dijo Camila, ignorando el tono de la otra—, supongo que es usted.

—Sí, soy yo. ¿Qué quieren?

La muchacha hizo una pausa para contar mentalmente hasta diez antes de responder, pero su abuela se le adelantó:

—Soy la detective Lavinia Di Fiore —dijo con la mano extendida—. Estoy investigando el sabotaje de los androides de la serie ANDI.

—Ah, sí —dijo la mujer—. Smith me dijo algo sobre eso. No tengo más información que ustedes. Bah —agregó—, estoy segura de que ustedes, a esta altura, saben más que yo.

Se quitó el abrigo, una especie de saco largo de una tela translúcida, el cual, evidentemente, no servía para nada. Luego se encaminó a la puerta que estaba al fondo y les indicó con la mano que la siguieran.

—Auxi, asegurate de que nadie nos moleste —ordenó a la recepcionista antes de entrar a su despacho.

La respuesta que obtuvo fue una carcajada.

—¡Si nunca nos busca nadie! —alcanzaron a oír mientras se cerraba la puerta.

El despacho no era muy diferente del laboratorio donde habían presenciado la recuperación fallida de los datos del cerebro del ANDI destruide del día anterior. La funcionaria se metió como pudo entre el escritorio y la pared y se sentó; el rubor hacía que su rostro fuera la única nota de color allí. La mujer apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos, sobre las cuales apoyó el mentón.

—No les ofrezco asiento porque ya ven —dijo con tono cansado—. ¿En qué las puedo ayudar?

La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora