II

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En diez minutos de observación, Camila se había pasado la mano por la cara unas cinco veces. No tanto para despejarse, que lo necesitaba, sino por la culpa de haber tardado tanto en llegar. En esa media hora, los inútiles de la Policía ni se habían molestado en impedir que los empleados de Androides y Robots S. A. movieran las partes del androide a su antojo, sin contar con que era seguro que algún transeúnte de manos veloces se había llevado alguna pieza. A simple vista, el montón de metal parecía incompleto.

Lavinia permanecía del lado de afuera del cordón, de espaldas al espectáculo; solo se dignaba a hablar con cualquiera que pudiera darle algo de información, siempre que no la obligara a darse vuelta, mientras esperaba que ella se ocupara del «trabajo sucio», es decir, todo lo que fuera contacto directo con los restos del autómata: observar la escena, tomar fotografías, anotar todo lo que pudiera ser de utilidad.

En este caso, podía considerarse afortunada; el primer agente que había llegado al lugar, un joven al que Camila había tenido que aceptarle un café, le había pasado las fotos que había logrado tomar antes de que aparecieran los curiosos. Casi no había otras pistas; el lugar se mantenía más limpio que un hospital gracias al trabajo de los robots diseñados exclusivamente para eso.

Frustrada, la muchacha volvió con Lavinia sin dejar de mirar las imágenes en un intento por descubrir algo, una mancha en el piso, una rayadura en el metal, lo que fuera que para ayudar, para compensar, de alguna manera, el error de haber llegado tan tarde... Era la primera vez que le pasaba, cierto, pero también era cierto que sí estaba drogada, por lo menos, hasta que llegó allí y se puso a trabajar.

«Concentrate», se repetía. «Estás trabajando».

—¿Conseguiste algo? —preguntó Lavinia al verla—. ¿Cómo se ve eso?

—Pésimo —respondió Camila—, los empleados juntaron todas las piezas que pudieron encontrar para llevarlas a la morgue; los drones están barriendo el resto. Te podés ver reflejada en el piso, de lo limpio que está. La buena noticia es que conseguí las fotos —continuó levantando la mano con su celular—, pero a qué precio. ¿Querés verlas?

—Contame vos. Vi el desastre de lejos, con eso me basta.

—Sabés que Ana te lo va a echar en cara, ¿no? Se supone que no tenés que evitar estas situaciones.

—Ana va a decir cualquier cosa porque le pagan para eso. Decime lo que viste.

Camila suspiró. De nuevo tendría que hablar con la psicóloga para que no informara que su abuela no estaba respetando la resolución del juez.

—Los miembros están todos dispersos, la cabeza quedó casi irreconocible... El resto se desparramó por todos lados.

—¿El torso?

—Se desarmó, parece. Encontraron varios paneles, pero no pude averiguar cuántos ni dónde, solo los vi mientras se los llevaban. Conté como cuatro. No son muy grandes, pero tampoco sé de qué tamaño era el robot. Me parece que es un modelo nuevo.

—Sí, es nuevo. El guardia de seguridad de la entrada me dijo que está en fase Beta, sea lo que sea que quiere decir eso.

—Quiere decir que lo están probando con un número acotado de usuarios, abu.

—Ah. Como sea, es nuevo, es más o menos secreto y el tipo dice que lo vio caer de una de las ventanas de ahí.

Camila miró hacia arriba, a donde señalaba su abuela: había por lo menos treinta ventanas abiertas, quizá más. El rascacielos era tan alto que se perdía de vista al entrar en contacto con la luz del sol.

—No vamos a ir a revisar una por una... ¿no? —preguntó bajando la vista.

Lavinia sonrió.


La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora