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El lugar era enorme. De no ser por el amplio ventanal que se veía al fondo —que, en realidad, era el frente del edificio—, se habría podido jurar que se trataba de un vasto galpón de metal. Para peor, las persianas estaban bajas, de modo que resultaba imposible saber qué hora era, y no tenían cortinas. Todo estaba iluminado por los mismos tubos horribles de luz blanca que habían encontrado en el hall, con la diferencia de que, aquí, el techo estaba a una altura normal, bastante más bajo que el otro, por lo que la iluminación le daba una atmósfera opresiva al conjunto.

Por lo demás, el hecho de que estuviera abarrotado de mesas, sillas, computadoras, cosas, cosas y más cosas, además de gente, colaboraba en dar aquella impresión, por más que imperaran un orden y limpieza casi insanos. Los empleados, con delantales de un blanco impoluto, se movían como hormigas entre las largas mesas de metal colocadas en paralelo y llenas de cables, placas, herramientas, computadoras y partes de androides: caminaban, se cruzaban, se detenían para hablar a mirar algo que uno de los dos o tres tenían, y continuaban su camino.

No había nada en toda la escena que destacara lo suficiente como para enfocar la atención. La vista vagaba de un lado a otro, sin encontrar nada en lo cual fijarse. Las dos mujeres permanecieron, por lo menos, un minuto mirando todo, indecisas, hasta que Lavinia tocó con el codo el brazo de su nieta y esta se volvió hacia ANDI:

—¿Hay alguien a cargo?

El androide pareció mirar el vacío por un instante y respondió:

—No. Esta sección se maneja por equipos de trabajo. Si es necesario coordinar, eligen representantes, de los cuales, uno es asignado para representar al departamento cuando se vuelve necesaria la comunicación con la Coordinadora General.

Las dos mujeres se miraron, extrañadas.

—Qué manera rara de trabajar —comentó Camila.

—De hecho, es más eficiente de lo que parece. Desde su implementación, la productividad ha subido un 7% y los márgenes de error disminuyeron un 6,5%.

Hubo un breve silencio que se perdió en el murmullo de fondo. Ninguna de las dos sabía cómo interpretar esos datos, aunque la manera en que ANDI levantó la cabeza al decirlo daba la impresión de que se trataba de algo de lo que estaba orgullose. «Pero los autómatas no sienten», pensó Camila, «¿no?»

—Entonces —preguntó—, ¿podemos hablar con cualquiera?

ANDI giró la cabeza hacia ella y pestañeó una vez.

—Sea más específica, por favor.

Camila tardó en entender a qué se refería.

—«¿Podemos hablar con cualquier persona de aquí?» —le dictó Lavinia al oído—. Tenés que ser específica.

La muchacha repitió la pregunta.

—No —fue la respuesta inmediata —. Podemos localizar al representante más cercano para que le interroguen —agregó tras una pausa—. Por aquí, por favor.

No les costó seguirle a través de las hileras de investigadores. De nuevo, caminaba sin interrupciones por entre el gentío en movimiento, como si hubiera previsto todas las posibilidades. Era un poco espeluznante, a decir verdad.

Sin embargo, no era tan terrible verle la espalda. Sorprendida con este descubrimiento, Lavinia observó al androide con atención por primera vez desde que llegara al edificio. Tenía una estatura promedio y una contextura esbelta, con unas curvas que apenas se adivinaban. Lavinia se preguntaba por qué los diseñadores se habían esforzado tanto en crear un robot cuyo aspecto no inclinara para nada al usuario a decir «es femenino» o «es masculino». El equilibrio absoluto en los rasgos eran notable, sobre todo en la voz. Quizás eso fuera lo que resultaba chocante cuando se le escuchaba hablar por primera vez.

Otra cosa que llamaba la atención era la forma de moverse. Era inhumano, pero no tenía nada que ver con esos movimientos bruscos típicos de los de las películas viejas, sino todo lo contrario: eran fluidos, si bien parecían estar cuidados al máximo, como los dedos de los pianistas. Solo se interrumpían en ocasiones puntuales, como, por ejemplo, cuando procesaban la información u ocurría algo por completo inesperado.

Pensando en todo esto, no sorprendía a nadie que fueran tan costosos. Y en por qué Acosta-Smith estaba tan interesado en que no se le viniera abajo el negocio con el Estado. Y en por qué a la competencia podía importarle tanto que sí.

Justo cuando llegaba a esta conclusión, ANDI se detuvo. Lavinia estuvo a punto de chocar con elle, pero frenó a tiempo. Lo único que le faltaba era tener contacto cercano con la cosa esa. Camila se interpuso entre les dos mientras una mujer alta y enjuta se les acercaba. ANDI la señaló:

—Camila, detective, esta es la ingeniera Peretz —Se volvió a la mujer y señaló a Lavinia y a su nieta—. Ingeniera, la detective Di Fiore y su asistente.


La ciudad de la furiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora